El día que me dejaron en el puerto de Valencia

—¿De verdad no vais a venir? —pregunté, con la voz temblorosa, mirando a mi hijo Sergio y a Lucía, mi nuera, mientras el bullicio del puerto de Valencia me envolvía como una ola fría.

Sergio ni siquiera me miró a los ojos. —Mamá, lo hemos hablado mil veces. No podemos dejar a los niños solos este fin de semana. Además, Lucía tiene guardia en el hospital.

—¿Y el viaje? ¿Y todo lo que planeamos? —insistí, sintiendo cómo la rabia y la tristeza se mezclaban en mi garganta.

Lucía se encogió de hombros. —Lo siento, Carmen. No es el momento.

No era el momento. Nunca lo era. Siempre había algo más importante que yo, que mis sueños, que mis ganas de vivir después de tantos años dedicados a ellos. Miré mi maleta color vino, la misma que usé para irme de luna de miel con su padre hace ya más de treinta años. El vestido floreado que me compré en las rebajas de El Corte Inglés me parecía ahora ridículo, como si fuera una niña disfrazada jugando a ser feliz.

El barco empezó a zarpar y sentí un nudo en el estómago. Las parejas se abrazaban, los niños reían, y yo… yo estaba sola. Sola como nunca antes. Me senté en un banco del puerto, bajo el sol valenciano que quemaba sin piedad, y lloré sin importarme quién me viera.

Recordé todas las veces que pospuse mis propios deseos por ellos: los veranos en Benidorm cocinando paellas para veinte, los cumpleaños organizados con mimo, los regalos envueltos con papel brillante… ¿Y ahora? Ahora ni siquiera podían acompañarme un fin de semana. Me sentí invisible, como si fuera un mueble viejo en su casa.

Saqué el móvil y marqué el número de mi amiga Pilar.

—¿Qué te pasa, Carmen? —preguntó al oírme sollozar.

—Me han dejado tirada. No han venido. Estoy sola en el puerto como una tonta.

—¡Pero bueno! ¡Eso no se hace! ¿Sabes qué te digo? Que ya está bien de aguantar. Haz algo por ti, mujer. ¡Que la vida son dos días!

Colgué y me quedé pensando en sus palabras. Miré el mar, azul y brillante, y sentí una chispa de rebeldía. ¿Por qué tenía que seguir esperando? ¿Por qué tenía que seguir siendo la madre abnegada y callada?

Volví a casa esa tarde, con la cara hinchada de llorar y el alma hecha jirones. Sergio y Lucía ni siquiera estaban; habían salido con los niños al parque. Me senté en la cocina, abrí una botella de vino tinto y empecé a pensar en serio.

Al día siguiente llamé a una inmobiliaria.

—Quiero vender la casa —dije sin titubear.

—¿Está segura? —preguntó la agente.

—Más segura que nunca.

Durante semanas guardé silencio. Observaba cómo Sergio y Lucía hacían planes sin contar conmigo, cómo me pedían favores pero nunca preguntaban cómo estaba yo. Cuando llegó el día de firmar la venta, les cité en casa.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Sergio, molesto por tener que interrumpir su jornada.

—He vendido la casa —dije, mirándolos fijamente.

Lucía palideció. —¿Cómo que la has vendido? ¿Y nosotros?

—Vosotros tenéis vuestra vida. Yo también quiero tener la mía. Me voy a viajar por España con lo que saque de la venta. Ya está bien de ser siempre la última.

Sergio se enfadó mucho. Gritó, me acusó de egoísta. Pero por primera vez en mi vida no me sentí culpable. Me sentí libre.

Ahora escribo estas líneas desde un pequeño hostal en Granada, con vistas a la Alhambra y el corazón ligero. ¿Cuántas veces nos olvidamos de nosotras mismas por cuidar a los demás? ¿No merecemos también ser felices? ¿Y tú, qué harías si te dejaran plantada en el puerto?