El día que mi hija decidió marcharse

—¿Mamá? ¿Estás despierta?

La voz de Lucía me sobresaltó. Eran casi las once de la noche y yo ya estaba en bata, recogiendo la cocina. En este pueblo manchego, a esas horas solo se escucha el viento y el ladrido lejano de algún perro. No esperaba a nadie, mucho menos a mi hija, que llevaba años viviendo en Madrid con ese marido suyo, Sergio, al que nunca terminé de entender.

—¿Lucía? ¿Qué haces aquí? —pregunté, intentando ocultar el temblor en mi voz.

Ella entró con paso decidido, pero sus ojos brillaban como si hubiera estado llorando. Traía una maleta pequeña y el abrigo empapado por la lluvia. Me abrazó fuerte, como cuando era niña y tenía miedo a las tormentas.

—Necesito quedarme aquí unos días —susurró—. No le digas nada a papá todavía.

Sentí un nudo en el estómago. Hacía años que no veía a Lucía tan vulnerable. Siempre fue la fuerte, la que se fue a la ciudad para estudiar Derecho, la que se casó joven y formó una familia lejos del campo. Yo me quedé aquí, con su padre, cuidando la casa y el huerto, esperando sus llamadas los domingos y sus visitas en Navidad.

Nos sentamos en la mesa de la cocina. Le serví un poco de caldo caliente mientras ella miraba el reloj, inquieta.

—¿Ha pasado algo con Sergio? —pregunté al fin.

Lucía bajó la mirada. —No exactamente. Solo… necesito pensar. Estoy cansada de sentirme invisible en mi propia vida. Sergio trabaja todo el día, los niños ya no me necesitan tanto… Y yo… yo no sé quién soy fuera de ser madre y esposa.

Me dolió escucharla. Recordé mis propios años de juventud, cuando soñaba con ser maestra en la ciudad y acabé quedándome aquí por amor y por miedo. ¿Era eso lo que le esperaba también a Lucía?

—¿Y los niños? —pregunté.

—Están con Sergio. Les he dicho que tenía que venir a veros por un asunto urgente. No quiero preocuparles todavía.

El silencio se hizo pesado entre nosotras. Afuera llovía con fuerza. Pensé en lo poco que conocía ya a mi hija, en cómo la distancia y los años habían levantado un muro entre nosotras.

—¿Te acuerdas cuando te escapaste al río con Marta para ver las estrellas? —le dije de pronto, intentando romper el hielo.

Lucía sonrió débilmente. —Me castigaste una semana sin salir de casa.

—Tenía miedo de perderte entonces. Y ahora también —confesé.

Ella me miró largo rato antes de hablar.

—No quiero volver a Madrid ahora mismo. No sé si quiero volver nunca. Aquí… aquí siento que puedo respirar otra vez.

Me quedé sin palabras. ¿Cómo iba a explicarle a su padre que nuestra hija había dejado todo atrás? ¿Qué dirían las vecinas si la veían paseando sola por el pueblo? Aquí las habladurías vuelan más rápido que las golondrinas en primavera.

Esa noche apenas dormí. Escuchaba los pasos de Lucía en el piso de arriba, el crujir de las tablas bajo sus pies inquietos. Recordé cuando era niña y venía a mi cama después de una pesadilla. Ahora era una mujer hecha y derecha, pero seguía buscando refugio en su madre.

A la mañana siguiente, mientras preparaba café, Lucía bajó con los ojos hinchados pero decidida.

—He llamado a Sergio —me dijo—. Le he dicho que necesito tiempo para mí. Que no es culpa suya ni de los niños. Solo… necesito encontrarme otra vez.

Me sentí orgullosa y aterrada al mismo tiempo. Orgullosa porque mi hija tenía el valor que yo nunca tuve; aterrada porque sabía lo difícil que sería para ella enfrentarse al qué dirán, a la soledad, a sus propios miedos.

Durante los días siguientes, Lucía ayudó en el huerto, paseó por los caminos de su infancia y habló poco. A veces la sorprendía llorando en silencio junto al ventanuco del desván. Otras veces reía con los recuerdos de su adolescencia rebelde.

Una tarde, mientras recogíamos tomates bajo el sol abrasador, se detuvo y me miró fijamente.

—¿Tú alguna vez te arrepentiste de quedarte aquí? —me preguntó.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Nunca le había contado mis sueños rotos ni mis renuncias silenciosas.

—A veces sí —admití—. Pero también encontré cosas buenas: tu padre, tú… La vida no siempre es como una la imagina, pero eso no significa que no valga la pena vivirla.

Lucía asintió en silencio. Por primera vez desde que llegó, pareció estar en paz consigo misma.

El día que decidió regresar a Madrid para hablar con Sergio y los niños, la acompañé hasta la estación del autobús. Nos abrazamos largo rato bajo el cielo gris del pueblo.

—Gracias por dejarme volver —me susurró al oído—. Gracias por no juzgarme.

La vi marcharse con el corazón encogido pero esperanzado. Sabía que esta vez Lucía no huía: estaba buscando su propio camino, aunque fuera doloroso.

Ahora, sentada junto a la ventana mientras cae la tarde sobre los campos manchegos, me pregunto: ¿Cuántas madres e hijas viven separadas por silencios y miedos? ¿Cuántas veces dejamos de ser nosotras mismas por miedo al qué dirán?

¿Y tú? ¿Te atreverías a romper con todo para encontrarte a ti misma?