El día que mi hijo me rompió el corazón
—¿Por qué lo hiciste, Alejandro? —Mi voz temblaba, y sentía cómo las lágrimas me quemaban los ojos, pero no podía dejar que me viera débil. Él, mi hijo, el mismo al que acuné en mis brazos durante noches interminables, ahora me miraba con una mezcla de vergüenza y desafío.
Era una tarde de noviembre en nuestro piso de Vallecas. El sol apenas se colaba por la ventana, y la calefacción apenas lograba combatir el frío que se había instalado en casa desde que su padre, Manuel, nos dejó hace tres años. Desde entonces, todo había sido cuesta arriba: los recibos acumulándose, el trabajo en la panadería cada vez más escaso, y Alejandro, mi niño, cada vez más distante.
—No lo entiendes, mamá. Tenía que hacerlo —respondió él, bajando la mirada hacia sus zapatillas gastadas.
—¿Tenías que robarme los ahorros? ¿El dinero de la comunión de tu hermana? —Mi voz se quebró. Recordé cada euro guardado con esfuerzo en aquella caja de galletas azul, escondida en lo alto del armario. Era nuestro colchón para emergencias, para cuando la nevera se quedaba vacía o llegaba una factura inesperada.
Alejandro no contestó. El silencio era tan denso que podía oír el tic-tac del reloj de la cocina. Sentí que el corazón se me partía en mil pedazos. ¿En qué momento mi hijo se había convertido en un extraño?
Todo empezó unas semanas antes. Noté que Alejandro llegaba tarde a casa, con ojeras y un olor a tabaco barato impregnado en la ropa. Le pregunté mil veces dónde estaba, con quién salía. Siempre respondía lo mismo: “Con los chicos del barrio”. Yo quería creerle, pero algo en su mirada me decía que mentía.
Una noche, mientras recogía su ropa sucia, encontré un recibo arrugado en el bolsillo de su chaqueta: 300 euros gastados en una tienda de electrónica. Mi estómago se encogió. No podía ser…
—¿De dónde has sacado ese dinero? —le pregunté al día siguiente.
—Es de un trabajo que me salió —mintió sin pestañear.
No insistí. No quería pensar mal de él. Pero la desconfianza ya había echado raíces en mi pecho.
La verdad salió a la luz cuando fui a buscar la caja azul y la encontré vacía. Sentí un vértigo tan fuerte que tuve que sentarme en la cama. Llamé a Alejandro y le exigí una explicación. Y ahí estábamos ahora, frente a frente, madre e hijo, separados por un abismo invisible.
—Mamá… Lo siento —murmuró finalmente—. Pero necesitaba ese dinero para ayudar a Rubén. Le debían pasta unos tíos del barrio y le amenazaron… Si no pagaba, le iban a hacer daño.
Rubén era su mejor amigo desde el colegio. Un chico problemático, sí, pero nunca imaginé que Alejandro se metería en algo así por él.
—¿Y tú crees que eso justifica lo que has hecho? ¿Robar a tu propia familia? ¿Poner en riesgo a tu hermana pequeña? —La rabia me nublaba la vista.
—No lo entiendes… Rubén es como un hermano para mí. No podía dejarle tirado.
Me levanté bruscamente y salí al balcón para respirar. El aire frío me golpeó la cara y sentí ganas de gritar. ¿En qué momento perdí el control sobre mi hijo? ¿Cuándo dejó de confiar en mí para buscar ayuda?
Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en todo lo que habíamos pasado juntos: los domingos en El Retiro, las meriendas de chocolate con churros, las risas viendo películas antiguas… ¿Cómo podía haber cambiado tanto?
Al día siguiente, fui a hablar con mi hermana Lucía. Siempre había sido mi confidente.
—Carmen, tienes que hablar con él desde el corazón —me aconsejó—. Los chavales ahora tienen mucha presión. Pero tampoco puedes dejar pasar esto como si nada.
Tenía razón. No podía permitir que Alejandro pensara que todo se arreglaba con un “lo siento”. Pero tampoco quería perderle para siempre.
Esa tarde le esperé sentada en el sofá del salón.
—Alejandro, siéntate —le dije cuando entró.
Se sentó cabizbajo. Le miré largo rato antes de hablar.
—Te he fallado como madre si has sentido que no podías venir a mí cuando tenías problemas —empecé—. Pero tú también me has fallado a mí y a tu hermana. No sé si podré volver a confiar en ti como antes.
Vi cómo se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Mamá… No quería hacerte daño. Te lo juro.
—Lo sé —suspiré—. Pero el daño ya está hecho.
Durante semanas convivimos con esa tensión flotando en casa. Yo iba al trabajo como un autómata; él apenas salía de su cuarto. Mi hija pequeña, Laura, preguntaba por qué ya no hacíamos cenas juntos ni veíamos películas los viernes.
Un día recibí una llamada del instituto: Alejandro había faltado varias clases. Fui corriendo y le encontré sentado solo en un banco del parque cercano.
—¿Por qué no vas a clase? —le pregunté sin rodeos.
—No puedo… Todos me miran raro desde lo de Rubén. Dicen que soy un delincuente como él…
Me senté a su lado y le abracé por primera vez desde la traición.
—Alejandro, todos cometemos errores. Pero tienes que enfrentarlos y aprender de ellos. Si huyes ahora, te perseguirán toda la vida.
Él asintió en silencio y apoyó la cabeza en mi hombro como cuando era pequeño.
Poco a poco fuimos reconstruyendo nuestra relación. Alejandro empezó a ir a terapia con la orientadora del instituto y yo busqué ayuda en un grupo de madres del barrio. No fue fácil: hubo días de gritos, reproches y silencios eternos. Pero también hubo pequeños gestos de reconciliación: una taza de café compartida, una nota pidiendo perdón pegada en la nevera, una sonrisa tímida al cruzarnos por el pasillo.
Hoy todavía me duele recordar aquel día en el que mi hijo me rompió el corazón. La confianza no se recupera de un día para otro; cada día es una batalla entre el miedo y la esperanza.
A veces me pregunto: ¿Es posible perdonar del todo a quien más quieres cuando te traiciona? ¿O hay heridas que nunca terminan de cerrar? ¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?