El día que mi madre desapareció en la estación de Atocha
—¡No me hables así, Lucía! —gritó mi madre, con la voz rota, mientras la gente en la estación de Atocha nos miraba de reojo, fingiendo no escuchar pero atentos a cada palabra. Mi padre, Antonio, apretaba los labios y miraba al suelo. Mi hermano pequeño, Sergio, se aferraba a su mochila azul, temblando. Yo tenía diecisiete años y sentía que el mundo entero se me venía encima.
Aquel 17 de agosto de 2008, Madrid hervía bajo el sol y mi familia estaba a punto de romperse. Todo empezó por una tontería: yo quería irme a estudiar a Barcelona, lejos de casa, lejos de las discusiones eternas y los silencios incómodos. Mi madre, Carmen, no podía soportar la idea. «¿Qué te hemos hecho para que quieras huir así?», me preguntó entre lágrimas. Yo no supe qué responderle. Solo quería libertad.
El tren a Valencia salía en quince minutos. Íbamos a pasar unos días en casa de mis abuelos para intentar recomponer las cosas. Pero la tensión era insoportable. Mi padre intentó mediar: —Carmen, déjala. Ya es mayor. No podemos atarla aquí.
Mi madre lo miró con una mezcla de rabia y tristeza. —¿Y tú qué sabes? Siempre tan frío, tan distante…
En ese momento, sentí que algo se rompía dentro de ella. Se giró y salió corriendo entre la multitud, perdiéndose entre los viajeros y los anuncios de megafonía. Corrí tras ella, pero la perdí de vista entre los andenes. Mi padre me detuvo: —Déjala, Lucía. Necesita calmarse.
Pero no volvió. Ni ese día ni nunca.
La policía nos interrogó durante horas. «¿Discutieron? ¿Tenía problemas? ¿Algún motivo para marcharse?» Yo solo podía repetir: «Fue culpa mía, fue culpa mía». Mi padre se encerró en sí mismo. Sergio dejó de hablar durante meses.
Los días siguientes fueron un infierno. Pegamos carteles por todo Madrid con su foto: “Desaparecida. Se llama Carmen López. Si la has visto, llama al 091”. La prensa local publicó una pequeña nota: “Mujer desaparecida en Atocha tras discusión familiar”. Nadie llamó.
Mi abuela materna me culpó abiertamente: —Si no hubieras sido tan egoísta…
Yo dejé de ir al instituto. Me pasaba las noches revisando cámaras de seguridad con la policía, buscando un rostro entre miles de desconocidos. Mi padre dormía en el sofá y apenas comía. Sergio empezó a tartamudear y se orinaba en la cama.
Pasaron los meses y la vida siguió sin nosotros. Los amigos dejaron de llamar; los vecinos bajaban la mirada al cruzarse conmigo en el portal. En Navidad, mi padre puso el árbol solo por Sergio. Yo no soporté verlo y salí corriendo al parque, llorando bajo la lluvia.
Un día, casi un año después, recibí una carta sin remitente. Dentro había una foto antigua: mi madre sonriendo en la playa de Benidorm, con una nota escrita a mano: “No busquéis más”. Reconocí su letra al instante.
La policía dijo que podía ser una broma cruel o una pista real. Mi padre se aferró a la esperanza: —Está viva, Lucía. Quiere que sigamos adelante.
Pero yo no podía perdonarme. Empecé a tener pesadillas: veía a mi madre perdida en la estación, llamándome entre la multitud mientras yo no podía moverme.
Años después, cuando ya vivía sola en Barcelona y estudiaba psicología —sí, al final me fui—, recibí otra carta. Esta vez era más larga:
“Querida Lucía,
No busques culpables donde solo hay dolor. A veces una madre necesita desaparecer para salvarse a sí misma. No fue tu culpa ni la de nadie. Cuida de tu hermano y perdona a tu padre. Yo os llevo siempre conmigo.”
Lloré durante horas en mi pequeño piso compartido, abrazada a esa carta como si fuera un salvavidas.
Hoy han pasado quince años desde aquel día en Atocha. Mi padre murió hace dos inviernos sin volver a ver a mi madre. Sergio es profesor en Alcorcón y nunca habla del pasado. Yo sigo preguntándome si hice lo correcto, si debí correr más rápido o gritar más fuerte.
A veces sueño que vuelvo a encontrarla entre la multitud del metro, que me sonríe y me dice que todo está bien.
¿Hasta qué punto somos responsables del dolor de quienes amamos? ¿Podemos perdonarnos alguna vez por lo que no supimos evitar?