El día que mi padre llamó a mi puerta
—¿Quién es? —pregunté, con el corazón acelerado, mirando por la mirilla del piso diminuto que acababa de alquilar en Lavapiés. Eran las siete de la tarde y acababa de llegar del trabajo, cansada, con el uniforme de la cafetería aún puesto. No esperaba a nadie.
—¿Eres Lucía? —La voz era grave, desconocida, y me heló la sangre.
Abrí la puerta apenas unos centímetros, con la cadena puesta. Un hombre de unos cincuenta años, pelo canoso y ojos oscuros, sostenía una carpeta entre las manos. Vestía una chaqueta gastada y parecía nervioso.
—¿Quién es usted? —insistí, sintiendo cómo la ansiedad me subía por el pecho.
—Me llamo Antonio. Soy… soy tu padre.
El mundo se detuvo. Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Mi madre siempre me había dicho que mi padre se había ido antes de que yo naciera, que era mejor así, que no preguntara. Que éramos solo ella y yo contra el mundo.
—Eso no puede ser —susurré, cerrando la puerta un poco más—. Mi padre se fue hace años. No tengo padre.
Antonio bajó la mirada, como si le doliera físicamente oírme decir eso.
—Por favor, Lucía. Solo necesito hablar contigo cinco minutos. No vengo a pedirte nada. Solo… déjame explicarte.
No sé por qué lo hice, pero le dejé pasar. Quizá fue la curiosidad, o ese vacío que siempre había sentido y nunca supe llenar. Se sentó en el sofá, incómodo, mientras yo me mantenía de pie, los brazos cruzados.
—¿Por qué ahora? ¿Por qué vienes después de veintitrés años?
Antonio suspiró y sacó una foto arrugada de la carpeta. Era una foto antigua: mi madre, mucho más joven, sonriendo junto a él en la playa de Benidorm. Yo no estaba en esa imagen; aún no había nacido.
—Tu madre y yo nos queríamos mucho —empezó—. Pero cometí errores. Muchos errores. Me metí en líos, con gente peligrosa… No quería arrastraros a ese mundo. Pensé que lo mejor era desaparecer.
—¿Y ahora? ¿Qué ha cambiado?
Me miró con una tristeza infinita.
—He estado enfermo. Me operaron hace poco del corazón. Pensé que iba a morirme sin conocerte… sin pedirte perdón.
Sentí rabia y compasión al mismo tiempo. Recordé todas las veces que pregunté por él y mi madre me cortó en seco. Las noches en las que lloraba en silencio porque sentía que algo me faltaba.
—Mi madre siempre me dijo que estabas muerto para nosotras —le espeté.
Antonio asintió, resignado.
—No la culpes. Yo le pedí que te protegiera de mí.
El silencio se hizo pesado entre nosotros. Miré sus manos temblorosas y sentí una punzada en el pecho.
—¿Por qué vienes solo? ¿No tienes otra familia?
Negó con la cabeza.
—Nunca pude rehacer mi vida. Siempre os llevé conmigo… aunque fuera desde lejos.
No supe qué decirle. Me levanté y fui a la cocina a prepararme un café solo para tener algo entre las manos. Desde allí llamé a mi madre por WhatsApp: “Mamá, ha venido un hombre diciendo que es mi padre”. Ella no contestó al instante.
Antonio se levantó despacio y se acercó a la puerta.
—No quiero molestarte más. Solo quería verte una vez… saber que estás bien.
En ese momento sonó mi móvil: era mi madre llamando. Dudé un segundo antes de contestar.
—¿Lucía? ¿Estás bien? ¿Dónde estás?
—En casa, mamá. Está aquí… Antonio.
Silencio al otro lado de la línea. Luego escuché su respiración agitada.
—No le creas nada —dijo al fin, con voz rota—. No sabes lo que hizo…
Colgó antes de que pudiera preguntar más. Volví al salón; Antonio seguía allí, esperando mi reacción como un niño asustado.
—¿Qué hiciste? —le pregunté, con un nudo en la garganta.
Él bajó la cabeza y murmuró:
—No fui un buen hombre, Lucía. Pero nunca dejé de pensar en ti.
Me senté frente a él y durante horas hablamos: de su juventud rebelde en los ochenta, de cómo conoció a mi madre en una verbena de barrio, de los errores que cometió y de cómo intentó redimirse trabajando como jardinero en un parque del Retiro. Me contó cómo cada año pasaba por nuestro portal solo para ver si te veía salir al colegio.
Cuando se fue, ya era de noche cerrada y yo me sentía vacía y llena al mismo tiempo. Llamé a mi madre una vez más; esta vez contestó entre sollozos.
—Mamá… ¿por qué nunca me dejaste saber la verdad?
—Porque tenía miedo —me confesó—. Miedo de perderte, miedo de que te hiciera daño como me lo hizo a mí…
Esa noche no dormí. Miré viejas fotos familiares buscando rastros de Antonio en mis rasgos: los ojos oscuros, la sonrisa torcida. Pensé en todo lo que podría haber sido diferente si hubiera conocido antes la verdad.
Al día siguiente quedé con mi madre en una cafetería cerca del Rastro. Nos abrazamos largo rato antes de sentarnos a hablar. Ella lloraba sin parar; yo también.
—No sé si podré perdonarte del todo —le dije—. Pero quiero entenderte.
Mi madre asintió y me tomó la mano con fuerza.
Ahora sé que las familias no siempre son lo que parecen desde fuera; están hechas de secretos, silencios y decisiones difíciles. Pero también sé que merezco conocer mi historia completa, aunque duela.
A veces me pregunto: ¿Es mejor vivir con una mentira piadosa o enfrentarse a una verdad dolorosa? ¿Qué habríais hecho vosotros en mi lugar?