El día que mi suegra decidió mi vida
—¿Entonces, lo firmamos ya?— preguntó mi suegra, con esa voz suya que no admite réplica, mientras dejaba los papeles del banco sobre la mesa de la cocina. Yo tenía las manos húmedas, el corazón en la garganta, y la mirada fija en Sergio, esperando que dijera algo, cualquier cosa. Pero él, como siempre, bajó la cabeza y se quedó en silencio, removiendo el café con la cucharilla, como si el mundo entero se hubiera reducido a ese pequeño remolino de azúcar.
No era la primera vez que me sentía invisible en esa casa, pero sí la primera vez que me pedían algo tan grande, tan definitivo. Un crédito a mi nombre, para reformar el piso de sus padres, donde vivíamos los cuatro desde que me casé con Sergio, hace ya tres años. Yo, Lucía, la chica de barrio, la hija de una madre soltera que siempre me enseñó a no dejarme pisar, estaba a punto de traicionarme a mí misma por no saber decir que no.
—Lucía, cariño, es lo mejor para todos —insistió mi suegra, apretando los labios—. Así, cuando tengáis hijos, todo estará arreglado. ¿No es eso lo que quieres?
¿Lo que yo quiero? Nadie me había preguntado eso desde que crucé la puerta de esa casa. Desde el principio, todo había sido decidir por mí: cómo debía vestirme, a qué hora volver del trabajo, qué poner para cenar. Hasta el color de las cortinas del salón fue una batalla perdida.
Recuerdo la primera vez que discutí con Sergio por su madre. Yo quería salir a tomar algo con mis amigas, pero su madre había preparado una cena especial. «No puedes dejarla sola, Lucía, está mayor», me dijo él. Tenía 54 años y más energía que yo. Pero en esa casa, la palabra de su madre era ley, y la mía, apenas un susurro.
El día del crédito fue la gota que colmó el vaso. Nadie me miraba a los ojos. Mi suegro, sentado en la esquina, asintiendo en silencio. Sergio, ausente. Yo, sola. Sentí una rabia sorda, una tristeza antigua, como si todas las mujeres de mi familia me miraran desde algún lugar y me preguntaran: «¿Y tú qué vas a hacer?»
Esa noche, no dormí. Me levanté a las tres de la mañana, fui al baño y me miré al espejo. Tenía ojeras, el pelo revuelto, y una expresión que no reconocía. Me pregunté en qué momento había dejado de ser Lucía para convertirme en «la nuera de Carmen».
A la mañana siguiente, mientras mi suegra preparaba el desayuno, me acerqué a Sergio en el pasillo.
—¿De verdad piensas que tengo que firmar ese crédito? —le susurré, con la voz temblorosa.
Él me miró, cansado, derrotado.
—No lo sé, Lucía. Es lo que quieren mis padres. No quiero problemas.
—¿Y yo? ¿No importo yo?
Se encogió de hombros y se fue al baño. Sentí que algo se rompía dentro de mí, algo que ya no se podía arreglar con palabras bonitas ni promesas vacías.
Fui a mi habitación, saqué la maleta del armario y empecé a meter ropa. No lloré. No podía. Mi madre siempre decía que las lágrimas son para cuando ya no queda nada por hacer. Y yo aún podía hacer algo: marcharme.
Cuando mi suegra me vio con la maleta, puso el grito en el cielo.
—¿Pero qué haces, niña? ¡No puedes irte así! ¡Piensa en Sergio, en nosotros!
—He pensado en todos menos en mí —le respondí, por primera vez mirándola a los ojos—. Y ya está bien.
Sergio apareció en el pasillo, pálido.
—Lucía, por favor, no hagas esto…
—No lo hago yo, Sergio. Lo habéis hecho vosotros desde el primer día.
Salí de esa casa con la cabeza alta, aunque por dentro me sentía hecha pedazos. Caminé hasta la parada del autobús, con la maleta rodando detrás de mí y el corazón latiendo tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho.
Mi madre me abrió la puerta sin preguntar nada. Me abrazó fuerte, como cuando era niña y tenía miedo de la oscuridad. Lloré entonces, por todo lo que había callado, por todo lo que había perdido.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Sergio me llamaba, me mandaba mensajes, pero yo no contestaba. Necesitaba tiempo para recordar quién era, para curar las heridas que no se ven.
En el barrio, la gente murmuraba. «Lucía ha vuelto con la madre, seguro que ha pasado algo gordo». Y sí, había pasado algo gordo: me había dado cuenta de que el amor no basta si no hay respeto, si no hay espacio para ser una misma.
Ahora, sentada en la cocina de mi madre, con un café entre las manos, me pregunto si hice bien. Si algún día podré volver a confiar en alguien sin perderme por el camino. Si es posible amar sin renunciar a una misma.
¿Vosotros qué haríais? ¿Firmaríais ese crédito o haríais las maletas como yo?