El día que Miguel no volvió

—¿Miguel, me traes pan del horno?— le grité desde la cocina, mientras removía el café con una mano y sujetaba el móvil con la otra. Él asintió, sin mirarme, con ese gesto distraído que tenía cuando ya estaba pensando en otra cosa. Dejó su taza de té a medio terminar sobre la mesa, cogió las llaves y murmuró: —Vuelvo en un momento, cariño.

Ese «en un momento» era tan suyo como su sonrisa torcida o su manía de dejar los calcetines en el salón. Siempre significaba un cuarto de hora, veinte minutos como mucho. Pero esa mañana de noviembre, el reloj empezó a avanzar y Miguel no volvía. Diez minutos. Treinta. Una hora. Llamé a su móvil, pero sonaba desde el dormitorio: lo había dejado cargando junto a la cama. Me asomé a la ventana, buscando su figura entre los vecinos que iban y venían por la calle Mayor, pero nada.

Al principio, no sentí miedo. Era como esperar el ascensor cuando sabes que viene desde el último piso: hay tensión, pero no pánico. Quizá se había encontrado con alguien, pensé. Quizá había ido a por algo más. Pero pasaron dos horas y empecé a notar el vacío en el estómago, ese hueco frío que deja la incertidumbre.

Llamé a mi hermana Lucía: —¿Has visto a Miguel? Ha salido hace más de dos horas y no sé nada de él.

—¿Pero cómo que no sabes nada? ¿No llevaba el móvil?

—No, lo ha dejado aquí.

—¿Y si ha tenido un accidente?

Esa palabra me golpeó como una bofetada. Salí corriendo al portal, recorrí la calle hasta la panadería. —¿Ha estado aquí mi marido?— pregunté a Carmen, la panadera.

—No, hoy no le he visto aún, Ana.

Volví a casa con las piernas temblando. Llamé a la policía. Vinieron dos agentes, revisaron la casa, me hicieron preguntas que no supe responder: ¿Tenía problemas? ¿Estaba deprimido? ¿Había discutido conmigo? No, no y no. Miguel era tranquilo, predecible, cariñoso. O eso creía yo.

Los días siguientes fueron un infierno. La familia de Miguel llegó desde Salamanca; mi suegra lloraba sin consuelo, mi cuñado me miraba con desconfianza. Los vecinos cuchicheaban en el portal: «¿Habrá tenido una aventura?», «¿Se habrá metido en líos?». Yo solo podía pensar en su taza de té, aún caliente cuando llegaron los agentes.

Pasaron semanas. La policía no encontraba pistas. Su cartera estaba en casa, igual que su móvil y su chaqueta favorita. Solo faltaban las llaves y él. Me convertí en una sombra: iba al trabajo por inercia, recogía a los niños del colegio sin recordar cómo había llegado hasta allí. Cada noche me sentaba en el sofá con su taza entre las manos, esperando oír la llave girar en la cerradura.

Un día, mi hijo mayor, Pablo, me preguntó: —Mamá, ¿por qué papá no vuelve?

No supe qué decirle. Le abracé fuerte y lloramos juntos.

Los años pasaron y aprendí a vivir con la ausencia. Cambié los muebles del salón, vendí el coche de Miguel para pagar las facturas atrasadas. Mis padres insistían en que rehaciera mi vida; Lucía me presentaba amigos solteros en cada cena familiar. Pero yo seguía esperando una señal.

Hasta que una tarde de otoño, casi siete años después de aquel día maldito, recibí una carta sin remitente. El sobre contenía una nota escrita con la letra inconfundible de Miguel:

«Ana:
Perdóname por todo el daño que te he hecho. No fui capaz de enfrentar mis miedos ni mis errores. Me fui porque sentía que me ahogaba en una vida que no era mía. No podía seguir fingiendo ser el hombre que esperabas. Espero que algún día puedas perdonarme.
Miguel»

Me quedé paralizada. ¿Se había marchado voluntariamente? ¿Había estado vivo todo este tiempo? ¿Por qué no tuvo el valor de decírmelo cara a cara?

Busqué respuestas entre sus cosas: cartas antiguas, fotos familiares, sus libros subrayados con frases sobre libertad y soledad. Empecé a recordar pequeños detalles: sus silencios cada vez más largos, sus paseos nocturnos por el parque, aquella vez que me dijo «a veces siento que no encajo aquí» y yo no le di importancia.

Conté la verdad a mis hijos. Pablo se enfadó; Marta lloró durante días. Mi suegra me culpó por no haber visto las señales; mi cuñado dejó de hablarme. Los amigos se alejaron poco a poco: nadie sabía qué decir ante una traición tan silenciosa.

Durante meses soñé con Miguel: le veía en estaciones de tren, en cafeterías llenas de desconocidos, siempre de espaldas, siempre alejándose. Me preguntaba si tenía otra familia, si era feliz o si se arrepentía de habernos dejado atrás.

Un día decidí buscarle. Contraté a un detective privado; recorrí media España siguiendo pistas falsas: un hombre parecido en Valencia, otro en Sevilla… Nada. Al final entendí que lo importante no era encontrarle sino entenderme a mí misma.

Aprendí a vivir con la herida abierta, a perdonar sin respuestas claras. Volví a reír con mis hijos; recuperé amistades perdidas; incluso empecé a salir con un compañero del trabajo, Andrés, que supo esperar mi tiempo y mis silencios.

A veces me pregunto si Miguel lee mis mensajes en redes sociales o si alguna vez piensa en nosotros cuando ve una familia paseando por el Retiro.

¿Es posible reconstruir una vida después del abandono? ¿Cómo se aprende a confiar otra vez cuando te han dejado sin explicación?

Os leo… ¿Qué haríais vosotros si alguien a quien amáis desapareciera así? ¿Se puede perdonar algo así alguna vez?