El eco de las campanas: una madre en cuarentena
—¡Mamá, por favor, ven a por mí! —La voz de Lucía, mi hija, temblaba al otro lado del teléfono, como si el frío de la residencia se colara por la línea y me helara el corazón. Eran las dos de la madrugada y yo no podía dormir desde que la habían aislado por contacto con un positivo. Mi marido, Javier, dormía a mi lado, pero yo sentía que el mundo se me caía encima.
Me levanté despacio, intentando no hacer ruido. En la cocina, apoyada en la encimera de granito, me pregunté cómo habíamos llegado a esto. Hace apenas unas semanas, Lucía reía con sus amigas en la plaza del pueblo, jugando al escondite entre los olivos. Ahora estaba sola, encerrada en una habitación blanca y fría, con una mascarilla que apenas le dejaba respirar y un miedo que yo sentía como propio.
—No llores, hija, por favor. Mañana iremos a verte —le susurré, tragando el nudo que me ahogaba.
—No quiero estar aquí, mamá. Tengo miedo. Dicen que hay gente que no sale… —Su voz se quebró y yo sentí que me rompía por dentro.
Colgué y me quedé mirando la foto familiar en la nevera: los tres en la playa de Cádiz, riendo con el viento en el pelo. ¿Dónde quedó esa alegría? ¿Por qué nos tocó a nosotros?
Por la mañana, Javier y yo nos vestimos en silencio. Él intentaba ser fuerte, pero le temblaban las manos al abrocharse la camisa. Bajamos al coche y recorrimos los pocos kilómetros hasta la residencia. El pueblo estaba desierto; ni siquiera las campanas de la iglesia rompían el silencio.
Al llegar, vi dos ataúdes en el patio. Me quedé paralizada. Sentí un mareo tan fuerte que las piernas no me respondieron y caí al suelo. Javier gritó mi nombre y alguien salió corriendo a ayudarnos.
—¿Está usted bien? —me preguntó una enfermera con los ojos cansados tras la mascarilla.
—¿Quién… quiénes son? —balbuceé señalando los ataúdes.
—Son los abuelos de la habitación de al lado de su hija —susurró—. Lo siento mucho.
Me dolió el alma. Pensé en sus familias, en su soledad. Pensé en Lucía, sola y asustada tras una puerta cerrada. ¿Cómo consolarla? ¿Cómo protegerla de un enemigo invisible?
Nos dejaron verla desde lejos, tras un cristal empañado. Lucía lloraba y extendía las manos hacia nosotros. Yo quería romper ese cristal, abrazarla fuerte y prometerle que todo iría bien. Pero no podía. Solo podía mirarla y sonreír con los ojos llenos de lágrimas.
—Mamá, ¿me vas a dejar aquí otra vez? —preguntó con voz bajita.
—Solo un poco más, cariño. Pronto estarás en casa —mentí, porque ni yo misma lo creía.
De vuelta a casa, el silencio era aún más pesado. Javier apretaba el volante con fuerza y yo miraba por la ventanilla los campos vacíos. Recordé las fiestas del pueblo, los abrazos apretados, las risas en la plaza… Todo parecía tan lejano ahora.
Esa noche volvió a sonar el teléfono. Era Lucía otra vez, llorando bajito para que no la oyeran los demás.
—Mamá, tengo miedo…
Y yo también tenía miedo. Miedo de perderla, miedo de no volver a abrazarla nunca más. Miedo de que esta pesadilla no acabara nunca.
¿Hasta cuándo tendremos que vivir así? ¿Cuánto dolor puede soportar una madre sin romperse del todo?