El eco de los anillos: Cuando el matrimonio deja de ser un sueño
—Mamá, ¿tú crees que volverás a casarte algún día?—. La pregunta de Lucía, mi hija, retumbó en la cocina como una campana inesperada. Era mi cumpleaños número sesenta y, entre risas y el aroma a tarta de Santiago, sentí cómo el aire se volvía denso. Me quedé mirando la vela que aún chisporroteaba, como si en esa pequeña llama pudiera encontrar la respuesta.
No supe qué decirle. Hace años, habría respondido con un sí rotundo. Pero ahora… ahora todo era distinto. Me llamo Carmen y crecí en un barrio de Salamanca donde el matrimonio era casi una obligación. Mis padres, Mercedes y Antonio, llevaban más de cuarenta años juntos cuando mi padre murió. Recuerdo a mi madre llorando en la cocina, repitiendo que sin él no era nadie. Yo juré que nunca dependería así de nadie.
Me casé joven, con Enrique, un hombre bueno pero tradicional. Tuvimos dos hijos: Lucía y Álvaro. Al principio todo era ilusión: la boda en la iglesia del barrio, los veranos en la playa de San Juan, las cenas familiares los domingos. Pero con los años, la rutina fue apagando la pasión. Enrique se volvió distante, absorbido por su trabajo en el banco. Yo me refugié en mis clases de literatura en el instituto. Nos fuimos separando poco a poco, como dos trenes que parten de la misma estación pero toman vías opuestas.
—¿Por qué no habláis más? —me preguntaba Lucía cuando era niña.
—A veces los adultos nos cansamos de hablar —le respondía yo, sin saber cómo explicarle el silencio que se había instalado entre su padre y yo.
El divorcio llegó cuando cumplí cincuenta y dos. Fue un escándalo en la familia. Mi hermano Javier me llamó egoísta; mi madre apenas me dirigió la palabra durante meses. En el instituto, algunos compañeros cuchicheaban a mis espaldas. Pero yo sentí alivio. Por primera vez en años, podía respirar.
Al principio, la soledad me asustó. Las noches eran largas y frías en aquel piso nuevo del centro. Me apunté a clases de yoga, salía a caminar por la Plaza Mayor y empecé a viajar sola: Oporto, Granada, incluso París. Descubrí que podía disfrutar de mi propia compañía.
Pero la presión social nunca desapareció del todo. En las reuniones familiares, siempre había alguien que preguntaba:
—¿Y tú? ¿No tienes pareja? ¿No te gustaría volver a casarte?
A veces mentía diciendo que estaba conociendo a alguien. Otras veces sonreía y cambiaba de tema. Pero dentro de mí crecía una certeza: ya no necesitaba el matrimonio para sentirme completa.
Hace dos años conocí a Tomás en un club de lectura. Era viudo, amable y divertido. Compartimos cafés, paseos por el río Tormes y largas conversaciones sobre libros y películas antiguas. Una noche me confesó:
—Me gustaría compartir mi vida contigo, Carmen.
Sentí ternura y miedo al mismo tiempo. ¿Sería capaz de volver a empezar? ¿De compartir mi espacio, mis rutinas, mis manías?
Lo intentamos durante unos meses. Tomás quería formalizar la relación; incluso me propuso matrimonio en una cena sencilla en su casa.
—No sé si puedo —le dije con lágrimas en los ojos—. No quiero perder lo que he conseguido: mi independencia, mi paz.
Él lo entendió, aunque le dolió. Seguimos siendo amigos, pero ya no somos pareja.
Ahora veo a mis amigas de toda la vida: Pilar sigue casada con un hombre al que apenas soporta; Teresa enviudó hace poco y siente el peso del vacío; Marisa se ha vuelto a casar y parece feliz… pero siempre me pregunta si no echo de menos tener a alguien al lado.
La verdad es que sí echo de menos ciertas cosas: las risas compartidas al final del día, el calor de una mano en invierno, los planes improvisados para un domingo lluvioso. Pero también valoro mi libertad: poder leer hasta tarde sin molestar a nadie, viajar cuando quiero, decidir qué comer sin negociar menús.
En España aún pesa mucho la idea de que una mujer sola está incompleta. Pero yo he aprendido que la soledad puede ser elegida y digna. No es resignación; es una forma de amor propio.
Lucía me mira desde el otro lado de la mesa, esperando una respuesta.
—No lo sé, hija —le digo al fin—. Quizá ya no necesito casarme para sentirme querida o realizada.
Ella sonríe y me abraza fuerte.
A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar que hay etapas en las que el matrimonio deja de ser un sueño? ¿Es egoísmo o simplemente otra forma de madurez? ¿Cuántas mujeres como yo callan sus verdaderos deseos por miedo al qué dirán?
¿Y tú? ¿Crees que es posible ser feliz sin volver a casarse después de los sesenta?