El eco de los años: Cuando los hijos se van y el silencio pesa

—¿Por qué no me llamas nunca, hijo? —susurré al auricular, sabiendo que solo escucharía el pitido sordo del contestador. Mi voz temblaba, y el eco de mis palabras rebotaba en las paredes de este piso madrileño que, desde hace años, parece demasiado grande para una sola persona.

Me llamo Carmen. Tengo sesenta y ocho años y tres hijos: Lucía, Álvaro y Sergio. Los tres crecieron en este mismo piso, entre risas, peleas por el mando de la tele y meriendas de pan con chocolate. Ahora, solo quedan las fotos enmarcadas en la estantería y el polvo que se acumula donde antes había vida.

La última vez que vi a Sergio fue hace quince años, cuando decidió marcharse a Berlín con una beca. “Mamá, es solo un año”, me dijo, abrazándome fuerte en la estación de Atocha. Pero el año se convirtió en una vida entera. Se casó allí, tuvo dos niños que apenas conozco por fotos pixeladas en WhatsApp. Las cartas que me envió los primeros años están guardadas en una caja azul, junto a los dibujos que me hacía de pequeño. A veces las releo hasta desgastar el papel.

Lucía vive en Valencia. Es abogada y siempre está ocupada. “Mamá, tengo juicio”, “Mamá, no puedo ahora”, “Mamá, te llamo luego”. Ese “luego” puede ser una semana o un mes. La última vez que vino fue en Navidad, hace dos años. Trajo un regalo envuelto con prisas y se fue antes del postre porque tenía que coger el AVE. Me quedé recogiendo la mesa sola, mirando su silla vacía.

Álvaro vive aquí en Madrid, pero parece que estuviera en otro continente. Trabaja en una empresa tecnológica y siempre tiene prisa. “Mamá, ¿por qué no te apuntas a algún curso? Haz amigos”, me dice cada vez que le insinúo que me siento sola. No entiende que los amigos también se han ido o están enfermos. Que no es tan fácil empezar de nuevo a mi edad.

Hoy es domingo y la ciudad está silenciosa bajo la lluvia. Me siento frente a la ventana con una taza de café frío entre las manos. El teléfono descansa a mi lado como un animal dormido. Espero una llamada que nunca llega.

Recuerdo cuando eran pequeños y llenaban la casa de gritos y carreras. Cuando Lucía lloraba porque Álvaro le rompía las muñecas, o cuando Sergio se escondía debajo de la mesa para no comerse las lentejas. Yo era el centro de su mundo entonces. Ahora soy apenas un punto lejano en sus mapas.

A veces pienso si hice algo mal. Si fui demasiado exigente o demasiado blanda. Si les di demasiada libertad o si debí atarlos más fuerte a mi lado. Pero la vida no trae manuales y los hijos no son propiedad de nadie.

El otro día fui al supermercado y vi a una madre joven con su hijo pequeño. El niño le tiraba del abrigo y ella le reñía con dulzura. Sentí una punzada de celos y nostalgia tan fuerte que tuve que salir corriendo antes de ponerme a llorar entre los yogures.

Por las noches, hablo con mi difunto marido en voz baja. “¿Te acuerdas cuando llevábamos a los niños al Retiro? ¿Cuando hacíamos excursiones al Escorial?” Él me sonríe desde la foto del salón, pero su silencio pesa más que mis palabras.

Hace unas semanas intenté organizar una comida familiar. Llamé a Lucía:
—¿Vendrás el domingo? Quiero veros a todos juntos.
—No sé si podré, mamá. Tengo mucho trabajo…
Llamé a Álvaro:
—¿Puedes venir tú al menos?
—Veré si puedo pasarme un rato, pero no prometo nada.
A Sergio ni siquiera le llamé; sé que no vendría.

El domingo cociné cocido para seis personas y puse la mesa con el mantel bueno. Nadie vino. Me senté sola frente a los platos vacíos y lloré como una niña.

A veces pienso en vender el piso e irme a un pueblo pequeño, donde nadie me conozca y pueda empezar de cero. Pero luego recuerdo que aquí están todos mis recuerdos, los pasos de mis hijos marcados en el pasillo, las marcas de altura en la pared del baño.

El otro día recibí una carta de Sergio. Decía: “Mamá, siento no escribirte más a menudo. La vida aquí es un torbellino. Los niños están bien y Marta también. Espero poder ir pronto a verte”. Leí esas líneas una y otra vez hasta quedarme dormida con la carta sobre el pecho.

Hoy he decidido escribirles yo una carta a cada uno. No para reprocharles nada, sino para decirles cuánto les quiero y cuánto les echo de menos. Quizá algún día entiendan lo que significa quedarse sola cuando los hijos ya no te necesitan.

A veces me pregunto: ¿En qué momento dejamos de ser imprescindibles para nuestros hijos? ¿Es este el destino inevitable de todas las madres? ¿O quizá soy yo la que no ha sabido soltarles del todo?

¿Vosotros también sentís ese vacío cuando vuestros hijos crecen? ¿Cómo se aprende a vivir con este silencio?