El eco de los mensajes no recibidos

—Mamá, ¿por qué no te ves con nadie? —me preguntó Pablo mientras subíamos las bolsas del Mercadona por la escalera. Su voz era suave, pero en sus ojos había una mezcla de curiosidad y preocupación que me desarmó. Me detuve un instante, el corazón encogido, y fingí buscar las llaves en el bolso para ganar tiempo.

No era la primera vez que me lo preguntaba, pero sí la primera vez que sentí que necesitaba una respuesta de verdad. Pablo tiene trece años, pero a veces parece mucho mayor. Desde el divorcio con Luis, hace ya dos años, he intentado mantenerme entera por él. Pero hay días en los que el silencio de la casa pesa tanto como las bolsas llenas de leche y galletas.

—No sé, cariño… —dije al fin, forzando una sonrisa—. Ahora estoy bien así.

Él asintió, pero no parecía convencido. Entramos en casa y mientras él se encerraba en su cuarto con el móvil, yo me quedé en la cocina, mirando el móvil como si esperara un mensaje que nunca llegaría. Recordé las noches después del divorcio, cuando mis amigas —María y Carmen— me insistían para que abriera Tinder o quedara con algún compañero del trabajo. «Tienes que rehacer tu vida, Lucía», decían. Pero yo solo sentía miedo. Miedo a volver a esperar un mensaje, a ilusionarme con alguien que desapareciera sin más, como ya me pasó con Luis antes de irse definitivamente.

La presión social es sutil pero constante. En la oficina, los comentarios de los compañeros —»¿Y tú qué? ¿No tienes a nadie?»— se clavan como alfileres. En las reuniones familiares, mi madre me mira con esa mezcla de pena y reproche tan típica: «Lucía, hija, eres joven todavía. No puedes quedarte sola toda la vida». Pero nadie sabe lo que es volver a casa y sentir que cada rincón te recuerda a lo que perdiste.

Una tarde de domingo, mientras Pablo jugaba a la Play y yo intentaba leer sin éxito, recibí un mensaje de Carmen: «He quedado con unos amigos para tomar algo en La Latina. Vente, anda». Dudé unos minutos antes de contestar. Al final, acepté. Me arreglé lo justo —vaqueros y una blusa azul— y salí al encuentro de mi amiga.

El bar estaba lleno de risas y vasos tintineando. Carmen me presentó a sus amigos: Javier, un profesor divorciado; Elena, una enfermera simpática; y Sergio, un informático tímido que apenas levantaba la mirada del vaso. Intenté integrarme en la conversación, pero sentía que todos me miraban como «la divorciada», la que aún no ha rehecho su vida.

Javier se sentó a mi lado y empezó a hablarme de su hija y de lo difícil que había sido para él adaptarse a la custodia compartida. Por un momento sentí alivio: no era la única rota en aquella mesa. Reímos juntos recordando anécdotas absurdas de nuestros hijos y por un instante creí que podía volver a confiar en alguien.

Al volver a casa esa noche, Pablo ya dormía. Me senté en el sofá y miré el móvil: ningún mensaje de Javier. Me sorprendió lo rápido que volvió ese viejo miedo: la ansiedad de esperar una señal, una palabra amable, algo que confirmara que no estaba sola en el mundo. Me odié por sentirme así.

Los días siguientes fueron una montaña rusa emocional. Carmen me animaba: «¡Venga, Lucía! Escríbele tú». Pero yo no podía. Recordaba demasiadas veces en las que fui yo quien dio el primer paso y acabó arrepintiéndose. En el trabajo, mi jefe —Don Manuel— me pidió quedarme hasta tarde para cerrar un informe. Cuando llegué a casa exhausta, Pablo me esperaba en la cocina.

—Mamá, ¿estás bien? —preguntó con esa seriedad precoz suya.

Me senté a su lado y le acaricié el pelo.

—A veces tengo miedo —le confesé sin pensar—. Miedo de volver a esperar algo que quizá nunca llegue.

Pablo me miró sorprendido, pero luego asintió despacio.

—Yo también tengo miedo a veces —dijo bajito—. Pero tú siempre estás conmigo.

Me abrazó fuerte y sentí cómo se aflojaba un nudo dentro de mí. Quizá no necesitaba tanto rehacer mi vida como aprender a vivir con mis heridas.

Pasaron las semanas y poco a poco fui soltando la presión de tener que encontrar a alguien para sentirme completa. Empecé a salir más con mis amigas, a disfrutar de las pequeñas cosas: un café en una terraza soleada, una tarde de cine con Pablo, una charla sincera con mi madre sobre lo difícil que es empezar de nuevo.

Un día recibí un mensaje inesperado: era Javier. «¿Te apetece tomar un café esta semana?» Sonreí al leerlo, pero esta vez no sentí ansiedad ni miedo. Respondí tranquila: «Claro, cuando quieras».

Ahora sé que no hay prisa por volver a confiar ni por enamorarse otra vez. Que está bien tener miedo y está bien decirlo en voz alta. Que ser madre soltera en España sigue siendo un reto lleno de prejuicios y expectativas ajenas, pero también una oportunidad para descubrir quién eres realmente cuando todo se derrumba.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo siguen esperando mensajes que nunca llegan? ¿Cuántas se atreven a decir basta y empiezan a escribir su propia historia? ¿Y tú? ¿Te atreverías a dejar de esperar y empezar a vivir?