El fin de semana que nunca fue mío
—¿Pero cómo puedes vivir con tanta ropa acumulada en el armario, Lucía? —La voz de Carmen, mi suegra, retumbó desde el pasillo mientras yo intentaba esconderme en la cocina, fingiendo que preparaba café.
No era ni sábado por la mañana y ya sentía el peso de la derrota. Había planeado un fin de semana de sofá, series y desayunos tardíos con mi marido, Álvaro. Pero el jueves por la noche, Carmen llamó para anunciar su visita: “El sábado os ayudo a poner la casa en orden, que seguro lo necesitáis”. No era una sugerencia. Era una sentencia.
—Mamá, ¿no podríamos dejarlo para otro día? —intentó Álvaro, pero su madre fue tajante.
—No, hijo. Si no lo hacéis ahora, luego se os acumula todo. Además, así aprovecho y os enseño a organizar bien las cosas.
Así que ahí estaba yo, con el moño mal hecho y la camiseta vieja de la universidad, viendo cómo Carmen abría cajones y sacaba recuerdos que prefería no volver a ver. Mi suegra tenía esa habilidad para encontrar lo que uno quiere olvidar: cartas antiguas, fotos de cuando aún no conocía a Álvaro, hasta una entrada de cine de hace diez años.
—¿Y esto? —preguntó levantando una pulsera rota—. ¿No será de alguna exnovia de Álvaro?
—No, es mía —mentí rápidamente, sintiendo el rubor subir por mis mejillas.
Álvaro apareció entonces con una caja de herramientas, intentando desviar la atención.
—Mamá, ¿por qué no me ayudas a arreglar la puerta del baño? —sugirió.
Pero Carmen ya estaba en su salsa. Había abierto la caja de los recuerdos y no pensaba cerrarla tan pronto.
—Lucía, hija, ¿tú no crees que deberíais pensar en tener hijos ya? Mira todo este espacio desaprovechado…
Sentí un nudo en el estómago. Ese era el tema prohibido. Álvaro y yo llevábamos meses discutiendo sobre ello, pero nunca delante de su madre. Él me miró de reojo, suplicando que no saltara.
—Carmen, cada cosa a su tiempo —respondí con una sonrisa forzada.
Pero ella siguió:
—A vuestra edad yo ya tenía dos hijos y una casa mucho más pequeña. Y aún así todo estaba limpio y ordenado. No sé cómo podéis vivir entre tanto caos.
Me mordí la lengua. No quería discutir delante de Álvaro ni darle motivos a Carmen para pensar que yo era una mala esposa. Pero cada palabra suya era como una aguja clavándose en mi orgullo.
La mañana se hizo eterna. Carmen sacaba ropa, criticaba mi forma de doblar las camisetas y hacía comentarios sobre lo poco que cocinaba en casa. Cuando encontró mi diario antiguo, sentí que me faltaba el aire.
—¿Esto qué es? —preguntó con una sonrisa traviesa.
—Nada importante —dije arrebatándoselo de las manos.
Por fin llegó la hora de comer. Álvaro intentó relajar el ambiente poniendo música y sirviendo vino. Pero Carmen seguía imparable.
—¿Sabes lo que más echo de menos de cuando vivíamos en el pueblo? —dijo mientras partía el pan—. Que allí las familias estaban unidas. Aquí cada uno va a lo suyo.
Álvaro y yo nos miramos. Sabíamos que detrás de esa frase había reproches ocultos: que no íbamos lo suficiente al pueblo, que no llamábamos tanto como deberíamos, que nuestra vida en Madrid era demasiado independiente para su gusto.
Después de comer, Carmen decidió limpiar la terraza. Mientras barría las hojas secas, empezó a hablarme en voz baja:
—Lucía, hija… Yo sé que a veces soy pesada. Pero sólo quiero lo mejor para vosotros. No quiero que cometáis los mismos errores que yo cometí con tu suegro.
Me sorprendió ese tono vulnerable en ella. Por primera vez sentí compasión en vez de rabia.
—¿Qué errores? —pregunté suavemente.
Carmen suspiró.
—Dejé pasar muchas cosas por miedo al qué dirán. No luché por mis sueños. Y ahora veo cómo os perdéis entre rutinas y discusiones tontas… No quiero eso para vosotros.
Me quedé callada. Quizá detrás de sus críticas había miedo y amor mal expresado.
Al caer la tarde, la casa olía a lejía y a nostalgia. Carmen se despidió con dos besos y una lista mental de tareas pendientes para la próxima vez.
Álvaro me abrazó por detrás mientras yo miraba por la ventana.
—Lo siento —susurró—. Sé que no era el fin de semana que querías.
Me giré y le sonreí cansada.
—No pasa nada… Quizá necesitábamos este caos para darnos cuenta de lo que tenemos y lo que nos falta.
Esa noche, mientras recogía los últimos platos y pensaba en todo lo que había salido a la luz entre trapos viejos y reproches familiares, me pregunté:
¿Hasta qué punto dejamos que los demás decidan sobre nuestra vida? ¿Cuándo aprendemos a poner límites sin sentirnos culpables?
¿Y vosotros? ¿Habéis tenido alguna vez un fin de semana así? ¿Cómo gestionáis las visitas inesperadas (y las críticas) de la familia?