El huésped a la fuerza: Un fin de semana con los suegros

—¿Otra vez vienen tus padres este fin de semana? —pregunté, intentando que mi voz no sonara tan cansada como me sentía.

Marina me miró desde la cocina, con ese gesto de resignación que últimamente compartíamos demasiado a menudo.

—Ya sabes cómo son, Luis. Dicen que les gusta vernos, pero yo creo que lo que les gusta es venir a inspeccionar la casa —respondió, bajando la voz para que nuestros hijos, Paula y Sergio, no escucharan.

Me apoyé en el marco de la puerta, sintiendo el peso invisible de la rutina. Desde que nos mudamos a este piso en Getafe, los fines de semana se habían convertido en una sucesión de visitas de mis suegros, Carmen y Antonio. Cada vez que llegaban, la casa se transformaba en un campo de batalla: limpieza exprés, comidas elaboradas, y una lista interminable de tareas que nunca parecían suficientes.

El viernes por la tarde, mientras Marina preparaba una tortilla de patatas y yo intentaba poner orden en el salón, Paula se acercó con su cuaderno de deberes.

—Papá, ¿me ayudas con las matemáticas?

La miré con ternura y frustración. Quería sentarme con ella, pero sabía que en cualquier momento sonarían el timbre y todo se convertiría en un caos. Le acaricié el pelo.

—En cuanto terminemos de recoger, cariño. Prometido.

A las ocho en punto, como si tuvieran un reloj suizo incrustado en el alma, Carmen y Antonio llegaron. Carmen entró con su abrigo de paño azul y ese perfume intenso que impregnaba toda la casa. Antonio traía una bolsa de naranjas «de Valencia, de verdad», como repetía cada vez.

—¡Qué bien huele! —exclamó Carmen nada más entrar—. Pero esas cortinas ya están pidiendo un lavado, ¿no crees, Marina?

Marina me lanzó una mirada fugaz. Yo apreté los dientes y forcé una sonrisa.

—Sí, mamá, lo haremos esta semana —respondió ella.

Antonio se sentó en el sofá y encendió la televisión sin preguntar. Paula y Sergio se refugiaron en sus habitaciones. Yo me quedé de pie, sintiéndome un extraño en mi propia casa.

La cena fue una coreografía incómoda: Carmen criticando el punto de sal de la tortilla, Antonio preguntando si había cerveza fría «de la buena», Marina intentando mediar y yo deseando estar en cualquier otro lugar. Cuando por fin los niños se fueron a dormir, Carmen sacó su lista mental de tareas pendientes.

—Luis, ¿has pensado ya en arreglar ese grifo del baño? Y la terraza necesita una buena limpieza antes del verano. Antonio te puede ayudar mañana por la mañana.

Asentí en silencio. Sabía que negarme solo traería más comentarios pasivo-agresivos. Marina me tocó la mano por debajo de la mesa, un gesto pequeño pero lleno de complicidad.

Esa noche apenas dormí. Me revolvía pensando en cómo mi vida se había reducido a cumplir expectativas ajenas. Recordé cuando Marina y yo éramos novios y soñábamos con tener nuestro propio espacio, lejos de las presiones familiares. Ahora sentía que mi casa era un escenario donde siempre interpretaba el papel del yerno perfecto.

El sábado amaneció gris. Mientras Antonio y yo desmontábamos el grifo del baño —él dando órdenes y yo intentando no perder la paciencia— escuché a Carmen en la cocina dando instrucciones a Marina sobre cómo organizar los armarios.

—Las cosas importantes siempre delante, hija. Y esos tuppers… ¿de verdad necesitas tantos?

Marina no contestó. Cuando pasé por la cocina para buscar una herramienta, vi sus ojos vidriosos. Me acerqué y le susurré:

—¿Estás bien?

Ella asintió sin convicción.

A mediodía, mientras comíamos cocido madrileño («como Dios manda», según Carmen), Paula intentó contar algo sobre su clase de música. Carmen la interrumpió para preguntar si habíamos pensado ya en apuntarla a inglés extraescolar.

—Hoy no, mamá —dije yo, más brusco de lo que pretendía—. Hoy queremos descansar un poco.

El silencio fue incómodo. Antonio carraspeó y Marina me miró con preocupación. Pero por primera vez sentí que había puesto un límite, aunque fuera pequeño.

Por la tarde, mientras Carmen dormía la siesta en nuestro sofá y Antonio veía el fútbol a todo volumen, llevé a los niños al parque. Caminamos bajo los plátanos del barrio y Paula me cogió la mano.

—¿Por qué vienen siempre los abuelos si tú no quieres?

Me quedé sin palabras. Sergio miraba al suelo, pateando una piedra.

—Porque a veces los adultos hacemos cosas por compromiso —respondí al fin—. Pero también tenemos derecho a decir lo que sentimos.

Esa noche, después de cenar sobras porque Carmen había decidido que «no hacía falta preparar nada especial», Marina y yo nos sentamos juntos en la terraza mientras ellos veían una película antigua.

—No puedo más —dije en voz baja—. Siento que estoy perdiendo mi vida entre tareas y críticas.

Marina apoyó su cabeza en mi hombro.

—Yo tampoco puedo más. Pero no sé cómo decirles que necesitamos espacio sin herirles.

Nos quedamos así un rato largo, escuchando el murmullo lejano del televisor y el ruido de los coches en la calle.

El domingo por la mañana, antes de que se despertaran los suegros, preparé café para Marina y para mí. Nos sentamos juntos en silencio hasta que oímos pasos en el pasillo.

Cuando Carmen apareció en bata preguntando si había leche desnatada para su café, algo dentro de mí hizo clic. Me levanté despacio y le dije:

—Carmen, necesitamos hablar. Marina y yo estamos muy cansados. Os queremos mucho, pero necesitamos tiempo para nosotros y para los niños. Quizá podríamos vernos cada dos semanas en vez de todos los fines de semana.

El silencio fue absoluto. Carmen me miró como si no entendiera mis palabras. Antonio bajó el periódico lentamente. Marina me apretó la mano bajo la mesa.

—Bueno… si eso es lo que queréis… —dijo Carmen al fin, con voz temblorosa.

Sentí alivio y culpa al mismo tiempo. Pero también una pequeña chispa de esperanza.

Cuando por fin se marcharon ese domingo por la tarde, la casa quedó en silencio por primera vez en meses. Marina me abrazó fuerte y los niños salieron corriendo al salón riendo.

Me senté en el sofá y respiré hondo. ¿Por qué nos cuesta tanto poner límites a quienes queremos? ¿Cuántas veces sacrificamos nuestra paz por miedo a decepcionar? Quizá haya llegado el momento de pensar también en nosotros mismos.