El laberinto de Dolores: Cuando la familia es el mayor enemigo

—¡Sois todos unos desagradecidos! —gritó Dolores, mi suegra, mientras lanzaba el jarrón de cerámica contra la pared del salón. Los trozos rodaron hasta mis pies y sentí el temblor en las manos de mi marido, Sergio, que intentaba contener las lágrimas. Era la noche del cumpleaños de mi hija Lucía, y la tensión se podía cortar con un cuchillo.

No era la primera vez que Dolores montaba una escena así, pero aquella noche fue diferente. Había llegado sin avisar, con los ojos rojos y el abrigo mal abrochado. Nada más entrar, empezó a acusar a Sergio de haberle robado los ahorros que guardaba en una caja de galletas en su armario. Yo intenté calmarla, pero ella me miró con ese desprecio tan suyo y me espetó:

—Tú siempre has querido separarme de mi hijo. ¡Eres una víbora!

Me quedé helada. Lucía, que solo tenía ocho años, se escondió detrás del sofá. Mi suegro, Antonio, había muerto hacía dos años y desde entonces Dolores se había vuelto más desconfiada y amarga. Pero lo que nadie decía en voz alta era que ella misma era la artífice de su desgracia.

Dolores siempre había sido una mujer fuerte, acostumbrada a mandar y a tener la última palabra en todo. Cuando Antonio enfermó, se negó a aceptar ayuda y acabó agotada y resentida con todos. Después de su muerte, empezó a ver enemigos en cada rincón: los vecinos, sus amigas del centro de mayores, incluso su propia hermana Carmen.

—¿Por qué no confías en nosotros? —le preguntó Sergio aquella noche, con la voz rota.

—Porque nadie me quiere —respondió ella, bajando la mirada por primera vez.

A partir de ese día, Dolores empezó a visitarnos cada vez más a menudo. Llegaba sin avisar, revisaba los cajones y nos acusaba de cosas absurdas: que le habíamos cambiado las pastillas por otras más baratas, que le escondíamos las cartas del banco, que Lucía le robaba caramelos del bolso. Sergio intentaba razonar con ella, pero era inútil.

Un domingo por la tarde, mientras preparábamos la comida, escuché a Dolores hablando sola en el balcón:

—Si no fuera por mí, esta familia se vendría abajo… Nadie sabe lo que hago por ellos.

Me acerqué y le ofrecí un café. Ella me miró con desconfianza y murmuró:

—No quiero tu compasión.

Intenté explicarle que todos estábamos preocupados por ella, que no tenía motivos para desconfiar. Pero entonces empezó a llorar y a gritar que yo quería quitarle a su hijo. Sergio salió corriendo al escuchar los gritos y acabaron discutiendo durante horas.

La situación se volvió insostenible. Lucía empezó a tener pesadillas y a negarse a ver a su abuela. Yo empecé a sentirme culpable por no saber manejar la situación. Sergio se encerraba en sí mismo y apenas hablaba.

Un día recibimos una llamada de Carmen, la hermana de Dolores. Nos contó que Dolores había ido a su casa acusándola de haberle robado una pulsera de oro que llevaba años perdida. Carmen estaba harta y nos pidió que hiciéramos algo antes de que Dolores acabara sola.

Decidimos organizar una reunión familiar para intentar hablar con ella. Vinieron Carmen y su hija Marta. Al principio todo fue cordial, pero pronto Dolores empezó a lanzar reproches:

—Vosotras nunca me habéis entendido. Siempre habéis estado celosas porque Antonio me eligió a mí.

Carmen perdió la paciencia:

—Dolores, llevas años haciéndote la víctima. ¡Nadie te roba nada! Eres tú la que te alejas de todos.

Dolores se levantó furiosa y salió dando un portazo. Aquella noche no pudimos dormir. Sergio lloró como un niño pequeño y yo sentí una mezcla de rabia e impotencia.

Pasaron semanas sin noticias de Dolores. Un día recibimos una llamada del hospital: había tenido una caída en casa y estaba sola desde hacía días. Cuando fuimos a verla, estaba demacrada y apenas hablaba.

—¿Por qué no vinisteis antes? —susurró cuando nos vio.

Sergio le cogió la mano:

—Mamá, siempre hemos estado aquí. Pero tienes que dejar de ver enemigos donde no los hay.

Dolores rompió a llorar como nunca antes la había visto. Por primera vez reconoció entre sollozos que tenía miedo de quedarse sola, que no sabía cómo pedir ayuda sin atacar a los demás.

Desde entonces las cosas han mejorado poco a poco. Dolores va al psicólogo y ha empezado a confiar un poco más en nosotros. Pero el daño está hecho: Lucía sigue teniendo miedo de su abuela y Sergio aún no ha superado el dolor de sentirse acusado por su propia madre.

A veces me pregunto si Dolores podrá perdonarse algún día por todo el daño que ha causado sin quererlo. ¿Cuántas familias en España viven atrapadas en este círculo de orgullo y desconfianza? ¿Es posible romperlo antes de que sea demasiado tarde?