El mensaje oculto: La noche en que todo cambió
—¿Por qué tienes que trabajar hasta tan tarde otra vez, Lucía? —pregunté, intentando que mi voz no temblara mientras ella recogía su bolso y evitaba mirarme a los ojos.
—Ya te lo he dicho, Álvaro. El jefe está insoportable con el cierre de trimestre —respondió, casi en un susurro, antes de salir por la puerta del piso en Chamberí.
No era la primera vez que discutíamos por lo mismo. Pero esa noche, algo dentro de mí se rompió. Me quedé solo en el salón, con la televisión encendida y el sonido de fondo de una serie que ni siquiera seguía. El reloj marcaba las once y media cuando un pitido agudo me sacó del letargo: el móvil de Lucía, olvidado sobre la mesa del comedor.
Sentí una punzada de culpa. ¿Quién era yo para invadir su intimidad? Pero la sospecha llevaba semanas carcomiéndome. Recordé las miradas esquivas, las risas apagadas al otro lado del teléfono, los mensajes borrados. Me acerqué despacio, como si temiera que el aparato fuera a explotar en mis manos.
La pantalla mostraba un mensaje de alguien guardado como «Marta (trabajo)». Dudé unos segundos antes de desbloquearlo. Lo que leí me heló la sangre:
—No puedo dejar de pensar en anoche. Ojalá pudiéramos repetirlo pronto. Te echo de menos.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Mi Lucía, la mujer con la que llevaba doce años compartiendo vida, secretos y sueños, tenía una aventura. Y no era con una mujer, como el nombre sugería. Bastó con leer un par de mensajes más para descubrir que «Marta» era en realidad Marcos, su compañero de oficina.
Me quedé sentado en la oscuridad, con el móvil temblando entre mis manos. Las lágrimas no salían; solo había un vacío inmenso y una rabia sorda que me quemaba por dentro. Pensé en nuestros hijos, Paula y Sergio, dormidos en sus habitaciones. ¿Cómo les explicaría que su madre y yo ya no éramos los mismos?
Cuando Lucía volvió a casa, intenté fingir normalidad. Pero ella notó enseguida mi frialdad.
—¿Te pasa algo? —preguntó mientras se descalzaba.
—¿Quién es Marcos? —solté sin rodeos.
El silencio fue tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo. Lucía se quedó paralizada, los ojos muy abiertos.
—No sé de qué hablas —musitó.
—He leído tus mensajes —admití, con la voz rota—. Sé lo vuestro.
La discusión fue larga y amarga. Gritos ahogados para no despertar a los niños, reproches lanzados como cuchillos, lágrimas contenidas. Lucía intentó justificarse: «No era feliz», «Me sentía sola», «Tú también has cambiado». Pero nada podía justificar la traición.
Los días siguientes fueron un infierno. Dormíamos en habitaciones separadas. Paula preguntaba por qué mamá lloraba tanto; Sergio se encerraba aún más en sí mismo. Mi madre me llamaba cada tarde desde Salamanca para preguntar si todo iba bien; le mentía sin convicción.
En el trabajo no podía concentrarme. Mis compañeros notaban mi ausencia mental, pero nadie se atrevía a preguntar. Solo Raúl, mi amigo de toda la vida, me invitó a tomar una caña después del trabajo.
—Tío, tienes que decidir qué quieres hacer —me dijo mientras apurábamos el segundo botellín en una terraza de Malasaña—. ¿Vas a perdonarla o vas a seguir torturándote?
No tenía respuesta. Por las noches repasaba una y otra vez los mensajes en mi cabeza, buscando alguna señal previa que hubiera pasado por alto. Me sentía estúpido por no haberlo visto venir.
Finalmente, una tarde lluviosa de noviembre, tomé la decisión más dura de mi vida: pedí el divorcio. Lucía lloró desconsolada; yo también. Nos abrazamos por última vez como pareja antes de empezar a dividir libros, muebles y recuerdos.
El proceso fue largo y doloroso. Las reuniones con abogados, las discusiones sobre la custodia compartida, las miradas tristes de los niños… Todo me desgarraba por dentro. Mis padres insistían en que intentáramos arreglarlo «por los niños»; mis amigos me animaban a rehacer mi vida.
Ahora vivo solo en un piso pequeño cerca del Retiro. Los fines de semana los paso con Paula y Sergio: vamos al cine, comemos churros en San Ginés o paseamos por el parque. Intento ser fuerte por ellos, pero hay noches en las que el silencio pesa demasiado.
A veces me pregunto si podría haber hecho algo diferente para salvar nuestro matrimonio o si simplemente estábamos destinados a rompernos. ¿Es posible volver a confiar después de una traición así? ¿O estamos condenados a vivir con cicatrices invisibles para siempre?
¿Y vosotros? ¿Creéis que se puede perdonar una infidelidad o es mejor empezar de cero?