El nombre de Alyssa: Entre el duelo y la esperanza
—¿Y si le ponemos Alyssa? —dijo Leonardo, con la voz quebrada, apenas un susurro en la penumbra de nuestra sala.
Me quedé helada. El eco de ese nombre flotó entre nosotros como un fantasma. Mi mano, aún temblorosa por la noticia que acababa de darle —que estaba embarazada, que íbamos a ser padres—, se detuvo en el aire. La alegría que sentía segundos antes se evaporó, reemplazada por una punzada de miedo y confusión.
Alyssa. Su esposa. La mujer que salió a correr una mañana y nunca volvió. La que murió en ese cruce maldito de la Avenida Insurgentes, arrollada por un conductor que nunca apareció. La que llenaba la casa con risas y olor a café recién hecho, según me contaba Leonardo en las noches en que el insomnio lo vencía.
—¿Estás seguro? —pregunté, tratando de mantener la voz firme.
Él se llevó las manos al rostro, cubriéndose los ojos hinchados por tantas noches sin dormir. —No sé… Es que… siento que así no la perdería del todo. Que algo de ella seguiría aquí.
Me dolió escucharlo. Porque yo también había perdido algo: la certeza de que este bebé sería solo nuestro, sin sombras ni fantasmas. Pero no podía decirlo en voz alta. No después de todo lo que él había sufrido.
La noticia del embarazo llegó justo cuando la ciudad comenzaba a despertar del letargo pandémico. Las calles volvían a llenarse de vendedores ambulantes, los niños jugaban fútbol en los parques, y yo sentía que la vida me daba una segunda oportunidad. Pero para Leonardo, cada día era una batalla contra el recuerdo.
Recuerdo la primera vez que vi su dolor de cerca. Fue en el hospital General de México, donde Alyssa agonizaba conectada a máquinas. Leonardo pasaba horas sentado junto a su cama, hablándole bajito, como si pudiera escucharle desde ese limbo entre la vida y la muerte.
—Alyssa, amor… Si puedes oírme, vuelve —le susurraba—. No me dejes solo.
Yo estaba allí, a unos metros, sintiéndome intrusa en un dolor que no era mío. Cuando finalmente Alyssa se fue, Leonardo se derrumbó. Su familia lo rodeó, pero nadie podía llenar ese vacío.
Con el tiempo, nos fuimos acercando. Primero como amigos: largas caminatas por Coyoacán, charlas interminables sobre libros y películas viejas. Luego, poco a poco, el cariño se transformó en algo más profundo. Pero siempre sentí que competía con un fantasma.
Ahora, embarazada de su hija, ese fantasma volvía a reclamar su lugar.
—¿Y si le ponemos otro nombre? —sugerí con suavidad—. Uno que sea solo suyo… y nuestro.
Leonardo me miró con ojos vidriosos. —No sé si puedo dejarla ir del todo.
Las semanas pasaron y el tema del nombre se volvió una sombra silenciosa entre nosotros. Mi suegra, Doña Carmen, vino a visitarnos una tarde lluviosa y trajo consigo una cajita llena de recuerdos de Alyssa: fotos de su boda, cartas escritas con tinta azul, un par de zapatitos tejidos para un bebé que nunca llegó a tener.
—Era una buena mujer —me dijo Doña Carmen mientras acariciaba los zapatitos—. Pero tú también lo eres. No tienes que cargar con su ausencia.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle que no era solo ausencia? Era presencia constante: en las paredes llenas de fotos, en los amigos que aún me llamaban «la nueva», en cada decisión importante que tomábamos juntos.
Una noche discutimos fuerte. Leonardo había llegado tarde del trabajo y yo estaba agotada por las náuseas y el miedo.
—¡No quiero que nuestra hija crezca sintiéndose reemplazo de nadie! —le grité—. ¡Quiero que tenga su propia historia!
Él se quedó callado mucho rato. Luego se sentó a mi lado y tomó mi mano.
—Tienes razón —dijo al fin—. Pero prométeme que nunca olvidarás a Alyssa. Ella fue parte de mi vida… y siempre lo será.
Lloré esa noche como no lo hacía desde niña. Lloré por Alyssa, por Leonardo y por mí misma. Por todas las mujeres invisibles que cargan con historias ajenas sin poder escribir las propias.
El embarazo avanzó entre consultas médicas en el IMSS y largas tardes de espera. Empecé a soñar con mi hija: una niña risueña corriendo por los pasillos del mercado de San Juan, oliendo frutas frescas y riendo con los vendedores.
Un día, mientras doblaba ropa para el bebé, encontré una carta sin abrir dirigida a Alyssa. Dudé antes de leerla, pero la curiosidad pudo más. Era de una amiga lejana, hablándole sobre el miedo a ser madre y la esperanza de encontrar su propio camino.
Me di cuenta entonces: todas cargamos miedos y esperanzas parecidas. Todas queremos dejar huella sin borrar las huellas ajenas.
Cuando nació nuestra hija —una madrugada lluviosa en el Hospital General—, Leonardo me miró con lágrimas en los ojos.
—¿Cómo quieres llamarla? —me preguntó con voz temblorosa.
Lo miré largo rato y respondí:
—Quiero que tenga un nombre propio… pero también quiero honrar tu historia. ¿Qué te parece si le ponemos Ana Lucía? Ana por mi abuela… Lucía porque significa luz.
Leonardo sonrió por primera vez en mucho tiempo. Sostuvo a nuestra hija entre sus brazos y susurró:
—Bienvenida al mundo, Ana Lucía.
Ahora veo a mi hija dormir y me pregunto: ¿Cuántas mujeres han tenido que luchar por su propio espacio en una historia marcada por ausencias? ¿Cuántos hombres han amado sin saber cómo soltar el pasado? ¿Ustedes qué harían? ¿Cargarían con el nombre del amor perdido o buscarían uno nuevo para empezar otra historia?