El piso de la discordia: secretos y heridas en la familia de Madrid
—¿Y tú qué opinas, Marta? —La voz de Carmen retumbó en el salón, cortando el aire como un cuchillo. Mi hijo Lucas bajó la mirada, incómodo. Alejandro, mi exmarido, apretó los labios y Victoria, mi exsuegra, se removió en el sofá, como si quisiera desaparecer.
No era la primera vez que Carmen, la nueva esposa de Alejandro, me lanzaba esa pregunta cargada de veneno. Desde que Alejandro le compró a Lucas un piso en Lavapiés para que pudiera independizarse mientras estudiaba en la Complutense, Carmen no había dejado de poner pegas. Que si era demasiado caro, que si Lucas no lo merecía, que si yo estaba detrás manipulando a Alejandro. Todo eran sospechas y reproches.
—Opino que Lucas se lo ha ganado —respondí con voz firme, aunque por dentro temblaba—. Ha trabajado duro y necesita su espacio.
Carmen bufó. —Claro, como siempre. Aquí todo para tu hijo. ¿Y qué hay de mi hija Paula? ¿Por qué a ella no le compráis nada?
Alejandro intentó mediar. —Carmen, no es lo mismo. Paula vive con nosotros y todavía está en el instituto…
—¡Pero llegará el día! —interrumpió ella—. Y seguro que entonces no habrá dinero para nadie más.
Victoria me miró con ojos tristes. Siempre habíamos tenido una relación especial. Incluso después del divorcio, seguíamos tomando café juntas los domingos y hablando de Lucas como si nada hubiera cambiado. Pero desde que Carmen entró en la familia, todo se había vuelto tenso y frío.
Recuerdo cuando Alejandro y yo nos conocimos en la universidad. Éramos jóvenes y soñadores; él estudiaba Derecho y yo Filología Hispánica. Nos casamos en una pequeña iglesia de Chamberí y tuvimos a Lucas dos años después. Pero la rutina, las discusiones y las diferencias nos separaron. El divorcio fue civilizado, o eso creía yo. Hasta que apareció Carmen.
Carmen era todo lo contrario a mí: extrovertida, ambiciosa y siempre pendiente de las apariencias. Desde el principio sentí que me veía como una amenaza, aunque yo solo quería lo mejor para Lucas. Cuando Alejandro me llamó para decirme que le compraría un piso a nuestro hijo, sentí alivio y orgullo. Pero también miedo: sabía que Carmen no lo aceptaría fácilmente.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Carmen llamaba a todas horas para discutir detalles absurdos: el color de las paredes, el barrio, los muebles… Incluso llegó a decirle a Lucas que estaba malcriado y que debía aprender a ganarse las cosas por sí mismo.
Una tarde, mientras recogía a Lucas para ayudarle con la mudanza, lo encontré llorando en el portal.
—Mamá… No quiero que discutáis por mí —susurró—. Me siento culpable.
Lo abracé fuerte. —Tú no tienes la culpa de nada, cariño. Los adultos a veces nos comportamos como niños.
Pero por dentro sentía rabia e impotencia. ¿Por qué tenía que ser tan difícil? ¿Por qué Carmen no podía aceptar que Lucas también era parte de la familia?
La situación explotó el día de la firma del contrato. Carmen apareció en la notaría con una lista de exigencias: quería que el piso estuviera solo a nombre de Alejandro, que Lucas pagara un alquiler simbólico y que yo firmara un documento renunciando a cualquier derecho sobre la vivienda.
—Esto es absurdo —dije al borde de las lágrimas—. Solo queremos ayudar a nuestro hijo.
—¿Ayudar o manipular? —replicó Carmen con una sonrisa helada.
Alejandro se quedó callado. Por primera vez vi miedo en sus ojos: miedo a perder a Carmen, miedo a decepcionar a Lucas, miedo a enfrentarse a la verdad.
Victoria intervino entonces, con su voz suave pero firme:
—Carmen, todos queremos lo mejor para los niños. No conviertas esto en una guerra.
Pero era demasiado tarde. La semilla de la discordia ya estaba plantada.
Esa noche recibí un mensaje de Victoria: “Lo siento mucho, Marta. No sé cómo hemos llegado hasta aquí”.
Me senté en la cama y lloré en silencio. Pensé en mi hijo, en mi exmarido, en mi exsuegra… y en cómo una familia puede romperse en mil pedazos por orgullo y celos.
Los días siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y mensajes cruzados. Lucas se instaló en su piso nuevo con una mezcla de ilusión y tristeza. Yo intenté mantenerme fuerte por él, pero cada vez que veía a Carmen sentía una punzada de rabia e impotencia.
Un domingo cualquiera, mientras tomaba café con Victoria en una terraza de Malasaña, ella me confesó:
—Echo de menos cuando éramos una familia… aunque fuera imperfecta.
La miré y sentí lo mismo. ¿Cuándo dejamos de serlo? ¿En qué momento dejamos que el rencor ganara terreno al cariño?
Ahora escribo estas líneas mientras escucho el eco vacío del piso de Lucas cuando voy a visitarle. Me pregunto si algún día podremos reconstruir lo que se ha roto o si estamos condenados a vivir entre reproches y silencios.
¿De verdad merece la pena tanto sufrimiento por un piso? ¿O es solo una excusa para no enfrentarnos a nuestras propias heridas?