El precio de ceder el hogar: una madre entre la nostalgia y la soledad
—¿De verdad quieres que me quede aquí, mamá? —La voz de Álvaro resonó en el pasillo, insegura, mientras sus dedos recorrían el marco de la puerta del salón, ese mismo donde aprendió a caminar agarrándose a los muebles.
No respondí enseguida. Miré la mesa de madera, las fotos enmarcadas, la lámpara de mi abuela. Todo lo que había sido testigo de nuestras risas y peleas, de las Navidades con turrón y los veranos de sandía en el porche. Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo decirle que sí, que le entregaba el hogar donde había crecido, para que él pudiera empezar su propia historia?
—Claro que sí, hijo —logré decir al fin, forzando una sonrisa—. Este es tu sitio ahora. Yo… ya he vivido aquí suficiente.
No era verdad. No había vivido suficiente. Nunca es suficiente cuando se trata de los recuerdos que una casa encierra. Pero Álvaro necesitaba volar, y yo… yo debía aprender a soltar.
Durante semanas, preparé mi marcha como quien se despide de una vida entera. Guardé cartas, doblé mantas con olor a colonia infantil, empaqueté los platos de cerámica que compramos en Toledo aquel verano que su padre aún vivía. Cada objeto era una punzada. Mi hija Lucía vino a ayudarme un par de tardes.
—Mamá, no te pongas así —me decía mientras envolvía las tazas en papel de periódico—. Es lo mejor para todos. Álvaro necesita espacio y tú… tú necesitas descansar.
¿Descansar? ¿De qué? ¿De ser madre? ¿De cuidar lo que amaba?
El día de la mudanza llovía a cántaros. Los vecinos miraban desde sus ventanas mientras los chicos de la mudanza sacaban cajas y más cajas. Álvaro me abrazó fuerte antes de irse a comprar pan para los bocadillos.
—Gracias, mamá. De verdad —susurró—. No sé si podría haberlo hecho sin ti.
Me quedé sola en el porche, viendo cómo el agua resbalaba por las baldosas rojas. Sentí que algo dentro de mí se rompía.
Al principio, intenté convencerme de que era lo correcto. Me instalé en un pequeño piso en el centro de Salamanca, cerca del mercado y del parque donde pasean los jubilados. Todo era práctico y nuevo, pero nada tenía alma. Las paredes blancas me devolvían el eco de mi propia voz.
Llamaba a Álvaro cada domingo.
—¿Qué tal todo? ¿Has arreglado ya la caldera?
—Sí, mamá, no te preocupes. Lucía vino a ayudarme con las cortinas. Estoy bien.
Pero su voz sonaba lejana, ocupada. Ya no me pedía recetas ni consejos sobre cómo quitar las manchas del mantel. Empezó a invitar a sus amigos los viernes por la noche; escuchaba risas al fondo cuando hablábamos por teléfono.
Una tarde fui a visitarle sin avisar. Llevaba una tarta de manzana recién hecha, como las que le preparaba cuando era niño. Al abrirme la puerta, vi el salón lleno de mochilas y vasos vacíos.
—¡Mamá! —exclamó sorprendido—. No esperaba verte…
Sentí que sobraba en mi propia casa. Me senté en la cocina mientras él recogía un poco deprisa.
—¿Te quedas a cenar? —preguntó con cortesía, pero sin entusiasmo.
—No, hijo, sólo pasaba a dejarte esto —le dije, dejando la tarta sobre la mesa—. Ya me voy.
Caminé de vuelta bajo las farolas encendidas, sintiéndome más sola que nunca.
Con Lucía tampoco era fácil. Ella vivía en Madrid y apenas venía por Salamanca. Cuando hablábamos por videollamada, siempre tenía prisa: el trabajo, los niños, la compra…
—Mamá, tienes que hacer cosas nuevas —me decía—. Apúntate a clases de pintura o algo así.
Pero yo no quería pintar; quería volver a escuchar el ruido de mis hijos corriendo por el pasillo, el olor del guiso los domingos, las discusiones por quién ponía la mesa.
Empecé a preguntarme si había hecho bien. ¿No habría sido mejor vender la casa y repartir el dinero? ¿O quedarme allí hasta el final? ¿Por qué sentía que había perdido algo más que unas paredes?
Un día recibí una carta del banco: Álvaro había dejado de pagar el seguro del hogar y había una multa pendiente. Le llamé preocupada.
—Se me ha pasado, mamá —dijo nervioso—. Estoy hasta arriba con el trabajo…
Me ofrecí a ayudarle con los papeles, pero me cortó rápido:
—Déjalo, ya soy mayorcito.
Colgué el teléfono con lágrimas en los ojos. ¿En qué momento mi hijo dejó de necesitarme?
La Navidad llegó y Lucía propuso celebrarla en su piso de Madrid.
—Así cambiamos un poco —dijo alegremente—. Además, aquí cabemos todos.
Pero yo sabía que no era lo mismo. La casa familiar estaba vacía; ni siquiera pusieron árbol ese año.
A veces paso por delante del antiguo portal y veo las luces encendidas. Escucho voces jóvenes y risas tras las ventanas. Me pregunto si alguna vez volverán a necesitarme como antes o si sólo soy un recuerdo más entre las paredes que tanto cuidé.
¿Hice bien en entregarles todo lo que tenía? ¿O quizá debí pensar más en mí misma? ¿Cuándo deja una madre de ser imprescindible para sus hijos?