El precio de huir: La historia de Mariana y el padre ausente

—¿Por qué lloras, mamá? —me preguntó Emiliano mientras intentaba limpiar mis lágrimas con sus manitas pegajosas de galleta.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a un niño de tres años que su papá no quería ser papá? ¿Cómo decirle que Julián, el hombre con quien soñé una vida entera, había decidido huir de nosotros porque la realidad le pesaba más que el amor?

Hace unos días, mientras caminaba por el parque empujando el cochecito de Emiliano, me encontré con Camila, una vieja amiga del colegio. Me miró sorprendida, como si no pudiera reconocer a la Mariana de antes en esa mujer despeinada y ojerosa que ahora tenía enfrente.

—¡Mariana! ¿Eres tú? —me dijo con una sonrisa nostálgica.

—Sí, Cami… —respondí, forzando una sonrisa.

Nos sentamos en una banca y, después de los saludos de rigor, me preguntó cómo estaba. No pude evitarlo: las palabras salieron solas, como si mi corazón hubiera estado esperando ese momento para desahogarse.

—Julián ya no está —le confesé. —Se fue hace dos meses. Dijo que no podía más, que la vida que llevábamos lo asfixiaba.

Camila me miró con compasión y rabia a la vez. —¿Y Emiliano?

—No pregunta por él. Solo pregunta por mí. Y yo… yo no sé cómo explicarle nada de esto.

La historia con Julián comenzó como tantas otras en nuestra ciudad de Córdoba, Argentina. Nos conocimos en la universidad, entre mates y libros de derecho. Él era divertido, soñador, siempre con un chiste listo para romper el hielo. Nos enamoramos rápido y fuerte. Nos casamos jóvenes, convencidos de que el amor podía con todo.

Pero la vida real no es como en las novelas. Cuando quedé embarazada, Julián se puso nervioso pero feliz. O eso creí. Los primeros meses fueron hermosos: pintamos juntos la habitación del bebé, elegimos nombres, nos reímos imaginando a quién se parecería Emiliano.

Pero cuando nació nuestro hijo, todo cambió. Julián empezó a llegar tarde a casa. Decía que el trabajo en la inmobiliaria lo absorbía, pero yo sabía que era mentira. Lo notaba distante, irritable. Cada vez que Emiliano lloraba en la madrugada, Julián se tapaba la cabeza con la almohada y murmuraba:

—No puedo más con este ruido…

Una noche, después de una discusión porque no quería ayudarme a bañar al nene, explotó:

—¡Yo no pedí esto! ¡No quiero ser padre! ¡Me siento atrapado!

Me quedé helada. No supe qué decirle. Pensé que era el cansancio, que al día siguiente se le pasaría. Pero no fue así. Cada vez estaba más ausente. Empezó a salir con amigos hasta tarde, a gastar dinero en cosas innecesarias. Yo trataba de mantener la calma por Emiliano, pero por dentro me estaba rompiendo.

Un día encontré un mensaje en su celular: “No aguanto más esta vida. Necesito escapar”. Era para su hermano mayor, Tomás. Sentí un frío en el pecho. Esa noche lo enfrenté.

—¿De verdad quieres irte? —le pregunté entre lágrimas.

Julián bajó la mirada y asintió.

—No sé ser padre, Mariana. No quiero arruinarles la vida quedándome aquí amargado.

Le rogué que lo pensara bien, que buscáramos ayuda. Pero él ya había tomado su decisión. Al día siguiente hizo las valijas y se fue a vivir con Tomás. Desde entonces solo llama para preguntar si necesita algo de dinero para Emiliano, pero nunca pregunta por él.

La familia de Julián me culpa a mí. Su madre dice que lo presioné para tener un hijo tan pronto; su hermana me ignora cuando nos cruzamos en el supermercado. Mis padres me apoyan como pueden, pero están viejos y cansados.

En el barrio todos murmuran. “Pobre Mariana”, dicen las vecinas cuando paso con Emiliano rumbo al jardín maternal. Algunas me ofrecen ayuda; otras solo miran con lástima o curiosidad morbosa.

Las noches son las peores. Cuando Emiliano duerme y la casa queda en silencio, me invade la culpa: ¿Hice mal en querer ser madre? ¿Debí haber visto las señales antes? ¿Es mi culpa que Julián haya huido?

A veces sueño que vuelve arrepentido, que toca la puerta y me pide perdón. Pero despierto y solo está el eco del silencio y el peso de la soledad.

Camila me escucha sin interrumpir. Me abraza fuerte y me dice:

—No es tu culpa, Mari. Hay hombres que simplemente no están hechos para ser padres… pero eso no te hace menos valiosa ni a Emiliano menos digno de amor.

Sus palabras me alivian un poco, pero sé que el dolor no se irá tan fácil.

Hoy trato de reconstruir mi vida poco a poco. Busqué trabajo medio tiempo en una librería del centro; mis padres cuidan a Emiliano mientras tanto. Aprendí a pedir ayuda sin sentirme menos por eso. Y aunque hay días en los que siento que no puedo más, miro a mi hijo y encuentro fuerzas donde creía que ya no había nada.

A veces pienso en Julián y me pregunto si alguna vez entenderá lo que perdió por miedo a enfrentar sus responsabilidades. Si algún día se arrepentirá de haber huido en vez de luchar por nosotros.

Y aquí estoy, escribiendo esto mientras Emiliano duerme abrazado a su peluche favorito. Me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven historias como la mía en silencio? ¿Cuántos niños crecen preguntándose por qué papá no está?

¿De verdad es tan fácil huir? ¿O es más valiente quedarse y enfrentar lo que uno mismo ayudó a crear?