El precio de la comida caliente: Mi vida entre fogones y reproches

—¿Otra vez lentejas recalentadas, Carmen? —La voz de Manuel retumbó en la cocina como una sentencia. Yo, con el delantal aún puesto y las manos temblorosas por el cansancio, apenas pude responderle.

—No me ha dado tiempo a preparar otra cosa, Manuel. He salido tarde del trabajo y los niños tenían deberes…

Él dejó caer la cuchara sobre el plato con un golpe seco. —¿Y para esto me levanto cada día a trabajar? ¿Para comer sobras como si fuéramos mendigos?

Sentí cómo se me encogía el estómago. Miré a mis hijos, Lucía y Sergio, que bajaban la cabeza en silencio. La vergüenza me ardía en la cara, pero sobre todo, la rabia. ¿Por qué tenía que ser siempre yo la que sostuviera el peso de su perfección?

Mi vida no siempre fue así. Cuando conocí a Manuel en la universidad de Salamanca, era atento, divertido, incluso cocinaba para mí alguna vez. Pero tras casarnos y mudarnos a Valladolid, algo cambió. Su madre, doña Pilar, era de esas mujeres que preparaban cocido los domingos y croquetas frescas cada martes. Manuel creció acostumbrado a los olores de guisos recién hechos y a la mesa puesta a las dos en punto. Yo intenté seguir ese ritmo, pero con mi trabajo de administrativa y dos hijos pequeños, pronto me vi superada.

Al principio, pensé que era una manía pasajera. Pero con los años, la exigencia se volvió norma. Si cocinaba por la mañana para dejar la comida lista, él lo notaba al primer bocado: “Esto no está recién hecho”. Si intentaba improvisar una cena ligera, protestaba: “¿Otra vez ensalada? ¿No puedes hacer una tortilla o algo caliente?”

Mis amigas no entendían cómo lo soportaba. “Carmen, mándale a freír espárragos”, me decía Ana entre risas. Pero yo sentía que si no cumplía, fallaba como esposa y madre. En mi familia siempre se decía que el amor entraba por el estómago.

Una noche, tras una discusión especialmente amarga, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Me miré al espejo: ojeras profundas, piel apagada, el pelo recogido a toda prisa. ¿Quién era esa mujer? ¿Dónde había quedado la Carmen que soñaba con viajar, leer novelas o simplemente dormir hasta tarde un domingo?

El agotamiento empezó a pasar factura. Me levantaba a las seis para preparar desayunos calientes: churros caseros, huevos revueltos, tostadas con tomate y jamón. A mediodía salía corriendo del trabajo para cocinar lentejas o pollo al horno antes de que los niños llegaran del colegio. Por las noches, mientras otros veían series o salían a pasear, yo pelaba patatas para la cena.

Un día, mi hija Lucía se acercó a mí mientras pelaba cebollas. —Mamá, ¿por qué siempre estás cansada?

No supe qué responderle. Sentí una punzada de culpa. ¿Qué ejemplo les estaba dando? ¿Que una mujer debe sacrificarlo todo por mantener contento a su marido?

La tensión en casa crecía. Sergio empezó a rechazar la comida caliente: “Prefiero un bocadillo”, decía desafiante. Manuel lo miraba con desprecio: “Eso no es comida de verdad”. Las cenas se volvieron campos de batalla silenciosos.

Un viernes por la noche, después de una semana especialmente dura en el trabajo, llegué a casa y encontré a Manuel sentado en el sofá viendo fútbol. La cocina estaba vacía. Me senté a su lado y le dije:

—Hoy no voy a cocinar. Estoy agotada.

Él ni siquiera apartó la vista del televisor. —Pues pide algo por teléfono. Pero yo no pienso comer pizza fría.

Sentí que algo dentro de mí se rompía. Me levanté sin decir palabra y salí a la terraza. El aire frío me despejó la mente. Pensé en mi madre, en cómo luchó por sacar adelante a sus hijos sola tras quedarse viuda. Ella nunca permitió que nadie pisoteara su dignidad.

Esa noche dormí poco. Al día siguiente, llamé a mi hermana Marta y le conté todo entre sollozos. Ella me escuchó en silencio y luego me dijo:

—Carmen, tienes derecho a vivir tu vida. No eres una esclava.

Sus palabras me dieron fuerza. Decidí hablar con Manuel seriamente. Esperé a que los niños se fueran al parque y me senté frente a él en la mesa de la cocina.

—Manuel, esto no puede seguir así. No soy tu madre ni tu cocinera personal. Estoy agotada y no puedo más.

Él me miró sorprendido, como si nunca hubiera imaginado que yo pudiera plantarle cara.

—¿Y ahora qué quieres? ¿Que comamos basura todos los días?

—Quiero respeto —le respondí con voz firme—. Quiero que entiendas que mi tiempo y mi salud valen tanto como tu paladar.

La discusión fue larga y dura. Manuel se negó a ceder al principio, pero cuando vio que hablaba en serio —que estaba dispuesta incluso a separarme si era necesario— empezó a cambiar su actitud poco a poco.

No fue fácil. Hubo recaídas, reproches y silencios incómodos. Pero también hubo pequeños avances: Manuel empezó a ayudar en la cocina los fines de semana, aceptó comer sobras alguna vez e incluso aprendió a preparar su propio desayuno.

Hoy sigo cocinando, pero ya no lo hago por obligación ni por miedo al reproche. Lo hago porque quiero, porque disfruto compartiendo una buena comida con mi familia… cuando tengo ganas y tiempo.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres en España siguen atrapadas en rutinas que las desgastan solo por cumplir expectativas ajenas? ¿Cuándo aprenderemos a poner límites y cuidar de nosotras mismas antes que de los demás?