El precio de la tranquilidad: una escapada que desató la tormenta

—¿Pero cómo que te vas solo, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en el salón, rebotando entre las paredes llenas de fotos familiares y diplomas polvorientos—. ¿No piensas en nosotros? ¿En todo lo que hemos hecho por ti?

Me quedé quieta, con las llaves del coche apretadas en el puño. Mi hermana Marta me miraba desde el sofá, los brazos cruzados y el ceño fruncido, como si acabara de anunciar que me iba a vivir a la luna. Mi padre ni siquiera levantó la vista del periódico, pero noté cómo apretaba los labios, conteniendo palabras que no se atrevería a decir en voz alta.

—No es para tanto —intenté justificarme—. Solo son cuatro días. Necesito desconectar un poco, nada más.

—¿Desconectar de qué? —saltó Marta—. ¿De tu familia? ¿De tus responsabilidades? ¡Qué egoísta eres!

Sentí el nudo en la garganta, ese que tantas veces me había tragado para no discutir. Pero esta vez no podía ceder. Habían sido años de jornadas eternas en la oficina, de renunciar a cenas con amigos para ahorrar, de decir «no» a caprichos y viajes porque cada euro contaba para pagar la hipoteca del piso que tanto me costó conseguir en Madrid. Cuando por fin firmé la última letra, sentí una libertad que no recordaba desde la infancia. Quería celebrarlo a mi manera: sola, en un rincón tranquilo de Asturias, lejos del ruido y las exigencias.

Pero mi familia no lo entendía. Nunca lo había entendido.

—Mamá, no es contra vosotros —dije bajando la voz—. Solo necesito estar conmigo misma un rato. Pensar. Respirar.

Ella se llevó una mano al pecho, como si le doliera físicamente.

—¿Y nosotros qué? ¿No cuentas con nosotros para celebrar tus logros? ¿No te alegras con tu familia?

Marta bufó.

—Siempre igual, Lucía. Siempre haciendo lo que te da la gana y luego esperando que te aplaudamos.

Me mordí el labio para no gritar. ¿De verdad era tan difícil entenderlo? ¿Tan raro querer estar sola?

Salí del salón sin mirar atrás. Cerré la puerta del piso y bajé las escaleras con el corazón acelerado. El aire frío de la calle me golpeó la cara y sentí una punzada de culpa mezclada con alivio. Metí las maletas en el coche y conduje durante horas, dejando atrás el asfalto y los semáforos de Madrid hasta que los paisajes verdes y las montañas asturianas empezaron a llenar el horizonte.

El pueblo era diminuto: cuatro casas de piedra, una iglesia románica y un bar donde los parroquianos jugaban a las cartas bajo un retrato descolorido del Rey. Alquilé una casita rural con chimenea y vistas al valle. La primera noche dormí como hacía años que no dormía: sin sobresaltos, sin el zumbido del móvil ni el eco constante de las expectativas ajenas.

Pero la paz duró poco. Al segundo día, mi móvil empezó a vibrar sin parar: mensajes de WhatsApp, llamadas perdidas, audios interminables.

«¿Vas a seguir ignorándonos?», «¿Tan poco te importamos?», «Papá está disgustado».

Leí cada mensaje con una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué tenía que sentirme culpable por cuidar de mí misma? ¿Por qué mi felicidad siempre tenía que pasar por el filtro de sus expectativas?

La tercera noche, mientras cenaba sola frente al fuego, sonó el teléfono fijo de la casa rural. Era la dueña, Carmen, una mujer mayor con acento asturiano cerrado.

—Lucía, tienes una llamada —dijo—. Es tu madre. Dice que es urgente.

Suspiré y cogí el auricular.

—¿Sí?

—¿Estás bien? —La voz de mi madre sonaba cansada, casi derrotada—. No hemos sabido nada de ti en dos días.

—Estoy bien, mamá. Solo necesitaba descansar.

—¿Y nosotros? ¿No te importa cómo nos sentimos?

Cerré los ojos. Sentí las lágrimas asomando, pero no quería llorar delante de ella.

—Claro que me importa. Pero también me importo yo.

Hubo un silencio largo al otro lado.

—Nunca pensé que fueras capaz de hacer algo así —susurró—. Nos has decepcionado mucho.

Colgó antes de que pudiera responder.

Me quedé mirando el fuego hasta que las llamas se apagaron y solo quedó el resplandor naranja sobre las brasas. Pensé en todas las veces que había renunciado a mis deseos para no molestar, para no ser «egoísta». En todas las fiestas familiares a las que fui sin ganas, en los domingos interminables escuchando reproches velados sobre mi soltería o mi trabajo «de oficina» que nadie entendía del todo.

Al día siguiente salí a caminar por los senderos del valle. El aire olía a hierba mojada y a leña quemada. Me senté en una roca y miré el horizonte: montañas azules, vacas pastando, silencio absoluto salvo por el canto lejano de un gallo.

Por primera vez en mucho tiempo sentí paz. Pero también una tristeza honda: la certeza de que mi familia nunca entendería mi necesidad de soledad, ni mi derecho a celebrar mis logros a mi manera.

Cuando volví a Madrid, nadie me esperaba en casa. Marta había dejado una nota fría en la nevera: «Llámame cuando recapacites». Mi madre no contestó al teléfono durante días. Mi padre seguía refugiado tras su periódico.

Me pregunté si debía pedir perdón por algo tan simple como querer estar sola unos días. Si era posible ser feliz sin cargar siempre con la culpa ajena.

A veces me despierto por la noche preguntándome: ¿es egoísmo elegir la tranquilidad sobre las expectativas familiares? ¿O es simplemente supervivencia?

¿Vosotros qué haríais en mi lugar?