El precio de querer ser la madre perfecta
—Mamá, ¿puedes llamar tú al casero? Yo… no sé cómo decirle lo del grifo roto —me suplicó Lucía desde el otro lado del teléfono, con esa voz temblorosa que conozco desde que era niña.
Era martes por la tarde y yo estaba en la cola del supermercado, con el carrito lleno y la cabeza en otra parte. Sentí ese pinchazo en el pecho, mezcla de ternura y agotamiento. Treinta años resolviendo sus problemas. Treinta años siendo su escudo. Y ahora, otra vez, la misma escena: Lucía, mi hija única, incapaz de enfrentarse sola a las pequeñas tormentas de la vida.
—Lucía, cariño, tienes treinta años. Puedes hacerlo tú —le respondí, intentando sonar firme pero sin herirla.
Silencio. Al fondo, el pitido de una caja registradora. Oí cómo contenía el llanto. Me imaginé su cara: los ojos grandes, húmedos, la boca apretada para no sollozar. Siempre fue así. Desde pequeña, Lucía fue una niña frágil, asustada por los cambios, incapaz de dormir sola hasta los diez años. Recuerdo las noches en vela, sentada a su lado, acariciándole el pelo mientras me preguntaba si algún día sería capaz de dejarla ir.
Mi marido, Antonio, siempre decía que la sobreprotegía. «Déjala equivocarse, Carmen. Déjala caerse», repetía. Pero yo no podía. Cada vez que Lucía sufría, sentía que me desgarraban por dentro. Así que fui resolviendo sus problemas: hablaba con sus profesores cuando tenía miedo de exponer un trabajo; le escribía las notas para justificar sus ausencias; le buscaba amigas cuando se sentía sola en el colegio; incluso le conseguí su primer trabajo en la tienda de mi prima Pilar.
Ahora Lucía vive sola en un piso pequeño en Vallecas, pero cada semana me llama para que le resuelva algo: el grifo roto, la cita con el médico, una carta del banco que no entiende. Y yo sigo ahí, como siempre. Hasta hoy.
Esa tarde, después de colgar el teléfono, me senté en un banco del parque con las bolsas a mis pies y lloré. Lloré por ella y por mí. Por todo lo que hice creyendo que era amor y que ahora me parecía una cadena.
Esa noche, Antonio me miró desde el sofá mientras yo removía la sopa sin ganas.
—¿Otra vez Lucía? —preguntó.
Asentí.
—No sé qué hacer —susurré—. Siento que si la dejo sola se va a romper en mil pedazos.
Antonio suspiró y se acercó a mí.
—Carmen, tienes que dejarla crecer. Si no lo haces tú, la vida lo hará. Y será peor.
No dormí esa noche. Recordé cuando Lucía tenía cinco años y se perdió en el parque durante unos minutos. El pánico que sentí. El alivio al encontrarla. El miedo a perderla siempre ha sido más fuerte que cualquier otra cosa.
Al día siguiente fui a verla. Llevaba una bolsa con tuppers y una lista mental de consejos para darle. Cuando abrió la puerta vi el desorden: platos sin lavar, ropa en el suelo, papeles amontonados en la mesa del salón.
—Mamá… —empezó a decir.
La interrumpí.
—Lucía, tenemos que hablar.
Nos sentamos frente a frente. Ella jugaba con sus manos; yo buscaba las palabras.
—No puedo seguir resolviéndote la vida —dije al fin—. Te quiero más que a nada en este mundo, pero esto no puede seguir así.
Vi cómo se le llenaban los ojos de lágrimas.
—¿Me vas a dejar sola? —susurró.
Sentí un nudo en la garganta.
—No te dejo sola. Pero tienes que aprender a vivir por ti misma. Yo estaré aquí si me necesitas de verdad, pero no puedo seguir siendo tu salvavidas cada vez que hay una ola pequeña.
Se hizo un silencio largo y pesado. Oímos a los vecinos discutir al otro lado del tabique. Lucía se levantó y fue a su habitación. Cerró la puerta con suavidad.
Me quedé sentada en el sofá, mirando las fotos familiares en la pared: Lucía con su uniforme del colegio; Lucía en la playa; Lucía abrazada a mí cuando era pequeña. ¿En qué momento se rompió el hilo entre proteger y asfixiar?
Pasaron días sin que me llamara. Yo esperaba junto al teléfono, resistiendo la tentación de marcar su número. Antonio me animaba: «Déjala respirar». Pero yo sentía un vacío enorme, como si me hubieran arrancado una parte del cuerpo.
Una tarde recibí un mensaje: «He llamado al casero yo sola. No ha sido tan difícil como pensaba». Sentí orgullo y tristeza al mismo tiempo.
Poco a poco Lucía empezó a resolver cosas por sí misma: fue al médico sola, arregló papeles del banco, incluso salió con unas amigas nuevas del trabajo. Pero nuestra relación cambió: ya no era su salvavidas constante; ahora era solo su madre.
A veces me pregunto si hice bien o mal. Si mi amor fue demasiado grande o demasiado pequeño para enseñarle a volar sola.
¿Hasta dónde debe llegar una madre? ¿Cuándo el amor se convierte en una jaula? ¿Vosotros también habéis sentido alguna vez ese miedo a soltar a quienes más queréis?