El precio del sacrificio: ¿Qué nos deben nuestros hijos?

—¿Así que ahora tampoco puedes venir a comer el domingo? —le pregunté a Laura, mi hija mayor, con la voz temblorosa, intentando que no se notara el nudo en mi garganta.

Al otro lado del teléfono, su silencio fue más elocuente que cualquier palabra. Escuché un suspiro, y luego su voz, seca, casi impaciente:

—Mamá, tengo mucho trabajo. Además, ya sabes que Sergio y yo estamos buscando piso. No puedo estar en todo.

Colgué despacio, mirando la mesa del comedor donde ya había puesto los platos para cuatro, como cada domingo desde hace más de veinte años. Mi marido, Antonio, me miró desde la puerta de la cocina. Sus ojos decían lo que ninguno de los dos se atrevía a pronunciar: nuestras hijas ya no nos necesitaban.

Recuerdo cuando Laura y Lucía eran pequeñas. Antonio y yo trabajábamos en la fábrica de conservas del polígono industrial de Getafe. Turnos eternos, manos agrietadas por el frío y el detergente barato. Cada euro contaba. A veces, para que ellas pudieran ir a excursiones o tener libros nuevos, yo me quedaba sin medias o sin ir a la peluquería durante meses. Antonio renunció a su sueño de tener una moto; vendió la Vespa que heredó de su padre para pagar el uniforme escolar de Lucía.

Pero nunca nos quejamos delante de ellas. Queríamos que tuvieran una infancia feliz, sin sentir el peso de nuestras preocupaciones. Las llevábamos al Retiro los domingos, les preparábamos bocadillos de tortilla y les enseñábamos a montar en bici. Cuando Laura sacó matrícula de honor en bachillerato, lloré de orgullo. Pensé: «Todo esto ha valido la pena».

Pero ahora… ahora las cosas han cambiado. Laura vive con su novio en Madrid y apenas llama. Lucía se fue a Barcelona a estudiar Bellas Artes y sólo viene en Navidad. Cuando están aquí, hablan entre ellas en voz baja, se ríen de cosas que no entiendo y miran el móvil más que a nosotros.

Una tarde, después de otra llamada breve y distante de Lucía, exploté delante de Antonio:

—¿Qué hemos hecho mal? ¿Por qué nos tratan así? ¡Si lo dimos todo por ellas!

Antonio se encogió de hombros, con esa resignación silenciosa que le caracteriza.

—Quizá es lo normal —dijo—. Los hijos crecen y hacen su vida.

Pero yo no podía aceptarlo tan fácilmente. Me dolía ver cómo nuestra casa se llenaba de silencio. Me dolía aún más sentirme invisible para las personas por las que sacrifiqué mi juventud.

Un día, decidí hablarlo con mi hermana Pilar. Ella siempre ha sido más directa.

—Carmen, tienes que dejar de esperar tanto de ellas —me dijo—. Las has criado para volar alto. Ahora vuelan… pero eso no significa que no te quieran.

—¿Y el respeto? ¿Y la gratitud? —le respondí—. ¿No merecemos al menos eso?

Pilar me miró con ternura.

—A veces los hijos no entienden los sacrificios hasta que son padres ellos mismos.

Esa noche no pude dormir. Recordé todas las veces que mi madre me llamaba pesada por no querer dejarme ir a dormir a casa de amigas o por insistir en que estudiara más. Yo también fui dura con ella… ¿Será esto un ciclo sin fin?

Pasaron las semanas y la distancia con mis hijas se hizo aún más evidente. Un domingo cualquiera, mientras recogía la mesa vacía, Antonio me abrazó por detrás.

—Carmen, tenemos que aprender a vivir para nosotros —susurró—. Ya hemos hecho nuestra parte.

Pero ¿cómo se aprende eso después de toda una vida dedicada a otros?

Una tarde lluviosa recibí un mensaje inesperado de Lucía:

«Mamá, ¿puedo ir este finde? Necesito hablar contigo».

El corazón me dio un vuelco. Preparé su plato favorito: cocido madrileño. Cuando llegó, la vi más delgada y cansada.

—¿Qué te pasa, hija?

Lucía rompió a llorar.

—Mamá… estoy agobiada. No sé si valgo para esto… Echo de menos casa.

La abracé fuerte, sintiendo cómo el muro entre nosotras se resquebrajaba un poco.

—Siempre tendrás un sitio aquí —le susurré—. Pase lo que pase.

Esa noche hablamos durante horas. Me contó sus miedos, sus dudas… y por primera vez en mucho tiempo sentí que volvía a ser necesaria.

Cuando Laura se enteró de la visita de su hermana, también llamó:

—Mamá… ¿puedo ir el domingo? Sergio está fuera y me apetece verte.

Quizá no todo está perdido. Quizá el amor de una madre nunca desaparece del todo en el corazón de sus hijos… aunque a veces parezca invisible.

Ahora me pregunto: ¿Deberíamos los padres esperar algo a cambio de nuestros sacrificios? ¿O basta con saber que dimos lo mejor de nosotros mismos?

¿Vosotros qué pensáis? ¿Es justo exigir respeto y gratitud o debemos aprender a soltar?