El reencuentro en Barajas: Fragmentos de un pasado que nunca se fue

—¿Pero qué demonios haces, Lucía? —La voz de Sergio retumbó en la terminal 4 de Barajas como un trueno inesperado.

Yo seguía allí, temblando, con los trozos de la vieja foto entre mis dedos. La había guardado durante siete años, escondida en una cartera raída, como si fuera un amuleto o una maldición. Ahora, los fragmentos caían al suelo pulido del aeropuerto, mezclándose con las prisas y los anuncios de vuelos retrasados.

—No lo entiendes, Sergio —dije, apretando la mano de Mateo, mi hijo—. Ya no quiero cargar con esto. Ni aquí ni en ningún sitio.

Sergio me miró como si hubiera perdido la cabeza. Quizá tenía razón. Volver a Madrid después de tanto tiempo era como abrir una herida que nunca terminó de cicatrizar. Mi madre me esperaba en casa con su tortilla de patatas y esa mirada inquisitiva que nunca perdona. Mi padre, seguramente, estaría pegado a la radio, quejándose del gobierno y preguntándose por qué su hija se fue tan lejos.

—¿Y qué culpa tiene el niño? —insistió Sergio, bajando la voz pero sin perder el tono acusador—. ¿Vas a esconderle también quién eres?

Mateo me miró con esos ojos grandes y oscuros que había heredado de su padre. No preguntó nada; sólo apretó mi mano más fuerte. Sentí un nudo en el estómago. ¿Qué le iba a decir? ¿Que su madre había huido de todo lo que conocía porque el amor se le atragantó como un trozo de pan duro?

—No es tan fácil —susurré—. Aquí todo huele igual, pero yo ya no soy la misma.

Sergio suspiró y se pasó la mano por el pelo, nervioso. —¿Has pensado en lo que va a pasar cuando veas a Pablo? —dijo al fin.

El nombre me golpeó como una bofetada. Pablo. El hombre al que amé con una intensidad casi adolescente, el mismo que me dejó sola en una cafetería de Malasaña una tarde de lluvia, diciendo que necesitaba tiempo para pensar. Siete años después, seguía sin entender qué demonios necesitaba pensar.

—No voy a verle —mentí, aunque sabía que Madrid es un pañuelo y los recuerdos siempre encuentran la manera de colarse por cualquier rendija.

Salimos del aeropuerto y el aire madrileño me llenó los pulmones de nostalgia y miedo. Cogimos un taxi y durante el trayecto vi desfilar los barrios de mi infancia: Vallecas, Lavapiés, las terrazas llenas de gente tomando cañas aunque fuera lunes. Mateo pegaba la nariz a la ventanilla, fascinado por todo.

En casa, mi madre me abrazó como si no quisiera soltarme nunca. Me preguntó si había comido, si Mateo tenía frío, si en Argentina la gente era tan rara como decían en la tele. Mi padre apenas murmuró un «bienvenida» antes de volver a sus noticias.

La primera noche fue un desfile de silencios incómodos y miradas furtivas. Mi madre insistió en que llamara a Pablo para «arreglar las cosas como Dios manda». Yo sólo quería dormir y olvidar que alguna vez soñé con quedarme aquí para siempre.

Los días siguientes fueron una mezcla de paseos por El Retiro y cafés con viejas amigas que ya no reconocía del todo. Madrid seguía igual: bulliciosa, caótica, hermosa y cruel al mismo tiempo. Pero yo sentía que caminaba por un decorado ajeno.

Una tarde, mientras Mateo jugaba en el parque, vi a Pablo al otro lado de la verja. No había cambiado mucho: el mismo pelo revuelto, la misma sonrisa torcida. Nos miramos durante unos segundos eternos.

—Hola, Lucía —dijo al fin—. ¿Cuánto tiempo, eh?

No supe qué contestar. Quise gritarle todo lo que me había guardado durante años: el dolor, la rabia, las noches en vela preguntándome qué hice mal. Pero sólo pude decir:

—Hola, Pablo.

Él miró a Mateo y luego volvió a mirarme a mí. —¿Es tu hijo?

Asentí sin poder hablar.

—Se parece a ti —dijo suavemente.

Sentí las lágrimas asomando pero me obligué a sonreír. No iba a darle el gusto de verme rota.

Nos despedimos sin promesas ni reproches. Caminé de vuelta a casa sintiendo que algo dentro de mí se había soltado por fin.

Esa noche, mientras arropaba a Mateo y escuchaba las risas lejanas de mis padres viendo la tele, me pregunté si alguna vez podré sentirme realmente en casa en algún sitio. ¿O será que todos llevamos siempre pedacitos rotos del pasado allá donde vayamos? ¿Vosotros qué pensáis?