El regalo envenenado: la herida que nunca cierra

—¿Por qué lo hiciste, mamá? —mi voz temblaba, apenas un susurro en la penumbra del salón, mientras sostenía entre las manos aquel sobre arrugado que había encontrado por casualidad en el cajón de su escritorio.

Ella no respondió. Sus ojos, tan parecidos a los míos, se clavaron en el suelo. El reloj de pared marcaba las dos de la madrugada. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales con furia, como si quisiera entrar y arrasar con todo. Yo sentía lo mismo: una tormenta dentro del pecho, una mezcla de rabia, miedo y una tristeza tan honda que me dolía respirar.

Todo empezó dos meses antes, cuando Pablo —mi pareja desde hacía tres años— apareció en casa con una caja envuelta en papel dorado. Era mi cumpleaños y, aunque no esperaba nada especial, él insistió en que abriera el regalo delante de todos. Mi madre, mi padre y mi hermana pequeña estaban allí, sonriendo, como si todo fuera perfecto. Dentro de la caja había un bolso de piel carísimo, de esos que solo había visto en los escaparates de Serrano. Me quedé sin palabras.

—¿Te gusta? —preguntó Pablo, mirándome con esa sonrisa suya que siempre me desarmaba.

—Es precioso… pero… ¿cómo has podido permitirte esto? —le susurré, preocupada. Él solo me guiñó un ojo.

No le di más vueltas. Pensé que quizá había ahorrado o encontrado una buena oferta. Pero las cosas empezaron a torcerse poco después. Pablo se volvió irritable, distraído. Llegaba tarde a casa y evitaba hablar de dinero. Yo intentaba no presionarle, pero la inquietud crecía en mi interior.

Una tarde, mientras ayudaba a mi madre a ordenar papeles viejos, encontré el sobre. Era un recibo bancario: 2.500 euros transferidos desde la cuenta de mi madre a la de Pablo, justo dos días antes de mi cumpleaños. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

—¿Qué es esto? —le pregunté a mi madre, mostrándole el papel.

Ella palideció.

—No es lo que piensas, Martina…

—¿Entonces qué es? ¿Por qué le diste dinero a Pablo?

Mi madre se sentó pesadamente en la silla. Tardó unos segundos en hablar.

—Pablo vino a verme. Dijo que quería hacerte un regalo especial pero que no podía permitírselo… Me pidió ayuda y… yo solo quería que tuvieras un cumpleaños feliz.

Sentí cómo se me rompía algo por dentro. No era el dinero —aunque 2.500 euros era una barbaridad para nosotros— sino la mentira. Pablo me había engañado. Mi madre también. Todo aquel teatro de felicidad era una farsa.

Esa noche enfrenté a Pablo.

—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué aceptaste el dinero de mi madre?

Él bajó la mirada.

—No quería decepcionarte… Pensé que si te hacía ese regalo…

—¿Y mentirme no te parece decepcionante?

Discutimos durante horas. Gritos ahogados para no despertar a mi hermana. Lágrimas, reproches, silencios largos y dolorosos. Pablo intentó justificarse, pero yo ya no podía escucharle. Sentía que todo lo que habíamos construido se desmoronaba.

En los días siguientes, el ambiente en casa era irrespirable. Mi padre no entendía nada; mi hermana pequeña lloraba al vernos discutir. Yo apenas comía ni dormía. Mi madre intentaba acercarse a mí, pero yo la rechazaba una y otra vez.

Una tarde, mientras paseaba por el Retiro intentando aclarar mis ideas, recibí un mensaje de Pablo: “Lo siento. No sé cómo arreglarlo”. No respondí. Me senté en un banco y lloré hasta quedarme vacía.

La situación se prolongó semanas. Pablo intentó devolver el dinero a mi madre, pero ella se negó a aceptarlo. Decía que lo importante era que yo estuviera bien, pero yo solo sentía rabia y vergüenza.

Un domingo por la mañana, mi abuela —la única persona capaz de poner paz en nuestra familia— vino a casa sin avisar. Nos sentó a todos en el salón y nos obligó a hablar.

—Las mentiras siempre salen a la luz —dijo con voz firme—. Pero también es cierto que todos cometemos errores por amor.

Miré a mi madre y vi en sus ojos el miedo a perderme. Miré a Pablo y vi arrepentimiento sincero. Pero yo no sabía si podría perdonarles alguna vez.

El tiempo pasó. Pablo y yo nos distanciamos; finalmente rompimos. Mi relación con mi madre tardó meses en sanar. Aún hoy hay heridas que duelen cuando las toco con el pensamiento.

A veces me pregunto si fue todo culpa del dinero o si simplemente era más fácil culpar al regalo envenenado que aceptar que las personas que amamos pueden fallarnos.

¿Se puede volver a confiar después de una traición así? ¿O hay heridas que nunca terminan de cerrar?