El regalo que nunca fue mío

—¿Eso es mi regalo de bodas? —grité, incapaz de contener la rabia y la decepción que me ahogaban. El eco de mi voz retumbó en la pequeña sala, donde el silencio se hizo más pesado que nunca. Mi hijo, Andrés, bajó la mirada, mientras Camila, su esposa, se mordía el labio y fingía buscar algo en su celular.

No podía creer lo que veía: el aparador de madera de cedro, ese que me costó meses de ahorro y que mandé a hacer con don Ernesto, el carpintero del barrio, estaba arrinconado, cubierto de polvo y con una pata rota. Encima, platos sucios y papeles viejos. Ni una foto, ni una flor, ni un solo gesto de cariño hacia ese objeto que yo había elegido con tanto amor para ellos.

Me temblaban las manos. Recordé el día en que fui al taller de don Ernesto. —Doña Marta, este cedro es especial —me dijo él—. Es madera noble, como usted. Aguanta todo. Yo le prometo que este mueble va a durar generaciones. Y yo le creí. Pensé en mis padres, en cómo cada mueble tenía una historia, un significado. Quise regalarles algo así a Andrés y Camila: un símbolo de raíces, de futuro juntos.

Pero ahora… ahora era solo un estorbo más en su casa.

—Mamá, no es para tanto —dijo Andrés, sin mirarme a los ojos—. Es solo un mueble.

—¿Solo un mueble? —repetí, sintiendo cómo se me rompía algo adentro—. ¿Sabes cuántas horas trabajé para poder pagarlo? ¿Sabes lo que significa para mí?

Camila suspiró fuerte. —Mire, doña Marta, no es que no lo valoremos… pero aquí no cabe. La casa es chica y… bueno, preferimos cosas más modernas.

Sentí que me quedaba sin aire. ¿Modernas? ¿Y la historia? ¿Y el esfuerzo? ¿Y el cariño?

Me senté en la silla más cercana y miré alrededor. La casa era pequeña, sí. Pero había espacio para una televisión enorme, para una consola de videojuegos, para adornos de plástico y hasta para una bicicleta estática que nadie usaba. Pero mi regalo… mi regalo estaba olvidado.

—¿Por qué no me dijeron nada? —pregunté al fin—. Si no les gustaba, si no lo querían…

Andrés se encogió de hombros. —No queríamos herirla.

—¿Y esto no me hiere? —respondí con amargura.

El silencio volvió a caer sobre nosotros. Afuera, los perros ladraban y el sol del mediodía entraba por la ventana, iluminando las partículas de polvo que flotaban sobre el aparador.

Recordé cuando Andrés era niño y me ayudaba a limpiar los muebles viejos de la casa de mi mamá en Veracruz. —Mira, hijo, cada rayón es una historia —le decía yo—. Los muebles guardan recuerdos.

¿En qué momento dejamos de valorar esas cosas?

Camila se levantó y fue a la cocina. Escuché cómo abría la llave del agua con fuerza. Andrés se quedó conmigo, incómodo.

—Mamá…

—No digas nada —lo interrumpí—. Solo quiero entender en qué fallé.

Él suspiró. —No fallaste en nada. Solo… las cosas son diferentes ahora.

Me quedé mirando mis manos arrugadas. Pensé en mi propio matrimonio con Julián, en los años difíciles cuando apenas teníamos para comer pero siempre había espacio para los recuerdos y los detalles hechos con amor.

—¿Diferentes cómo? —pregunté—. ¿Ya no importa el esfuerzo? ¿Ya no importa lo que uno da desde el corazón?

Andrés se encogió más en su asiento.

En ese momento salió Camila con dos tazas de café. Me ofreció una sin mirarme a los ojos.

—Doña Marta… perdón si la hicimos sentir mal. No era nuestra intención.

Tomé la taza entre las manos temblorosas.

—¿Y qué piensan hacer con el aparador? —pregunté al fin.

Se miraron entre ellos.

—Pensábamos venderlo —dijo Camila al fin—. O regalarlo a alguien que lo necesite más.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Eso era todo? ¿Mi regalo convertido en cualquier cosa?

Me levanté despacio y caminé hacia el aparador. Pasé la mano por la superficie áspera y sentí las marcas del tiempo y del descuido.

—¿Saben qué? Llévenselo —dije al fin—. Si no significa nada para ustedes, prefiero llevármelo yo o dárselo a alguien que sí lo valore.

Andrés asintió sin decir palabra.

Salí de esa casa sintiéndome más sola que nunca. Caminé por las calles del barrio pensando en cómo cambian las generaciones, en cómo lo que para unos es un tesoro para otros es solo un estorbo.

Esa noche lloré en silencio en mi cuarto. Pensé en llamar a Julián, pero él ya no estaba conmigo desde hacía años; se fue cuando Andrés era adolescente y desde entonces aprendí a ser fuerte sola.

Al día siguiente fui al taller de don Ernesto.

—¿Qué le pasó al aparador, doña Marta? —me preguntó él al verme llegar con los ojos hinchados.

Le conté todo entre lágrimas y risas amargas.

Don Ernesto me escuchó en silencio y luego puso una mano sobre mi hombro.

—No se aflija tanto —me dijo—. A veces uno da lo mejor de sí y los demás no lo ven… pero eso no le quita valor a lo que usted hizo.

Me quedé pensando en sus palabras mientras veía cómo lijaba una tabla vieja con paciencia infinita.

Esa tarde volví a casa con el aparador en la mente y el corazón más ligero. Decidí ponerlo en mi sala, aunque fuera pequeño el espacio. Lo limpié, le arreglé la pata rota y puse encima una foto de Andrés cuando era niño, junto a una flor fresca del jardín.

Pasaron los días y Andrés me llamó poco después.

—Mamá… perdón por todo lo del otro día —me dijo con voz baja—. Estuve pensando… Quizá no entendí lo importante que era para ti ese regalo.

Sonreí al escuchar su voz arrepentida.

—No te preocupes, hijo —le respondí—. Lo importante es aprender a valorar lo que nos dan desde el corazón.

Colgué sintiéndome un poco más en paz, aunque sabía que las heridas tardarían en sanar.

Ahora cada vez que paso junto al aparador pienso en todo lo que representa: esfuerzo, amor, historia… y también dolor y aprendizaje.

A veces me pregunto: ¿Qué estamos perdiendo como sociedad cuando dejamos de valorar los regalos del corazón? ¿Será que algún día volveremos a entender el verdadero significado de dar y recibir?