El Regalo Que Nunca Llegó: Una Promesa Rota en la Boda de Lucía

—Mamá, ¿has visto mi velo?— preguntó Lucía desde el dormitorio, su voz temblando entre nervios y emoción. Yo sostenía en las manos el sobre blanco que debía contener los billetes para su luna de miel en Menorca, ese regalo que le prometí cuando era apenas una niña y soñaba con playas de arena blanca y aguas turquesas. Pero el sobre estaba vacío.

Me quedé mirando el reflejo de mi cara en el espejo del pasillo. Ojeras profundas, arrugas marcadas por noches sin dormir y una tristeza que no lograba disimular ni con el mejor maquillaje. ¿Cómo le explicaría a mi hija que ese dinero ya no existía? ¿Cómo le diría que su sueño se había desvanecido por mi culpa?

Todo empezó seis meses antes, cuando mi marido, Antonio, perdió el trabajo en la fábrica de automóviles de Getafe. Los despidos llegaron como una tormenta inesperada y, de pronto, nos vimos con la hipoteca al cuello y las facturas acumulándose en la mesa del salón. Intenté mantener la calma, seguir adelante con los preparativos de la boda y fingir que todo estaba bajo control. Pero cada vez que Lucía me hablaba del viaje, sentía un nudo en el estómago.

—Mamá, ¿te imaginas? Pasear por Ciutadella al atardecer, cenar caldereta de langosta… —soñaba ella, con esa sonrisa que siempre me había derretido.

—Claro que sí, hija. Será inolvidable —le respondía yo, tragándome las lágrimas.

La situación empeoró cuando mi madre, tu abuela Carmen, enfermó de gravedad. El hospital público estaba saturado y tuvimos que recurrir a una clínica privada para que la atendieran rápido. El dinero del viaje desapareció en cuestión de días: pruebas, medicinas, noches en vela junto a su cama. No podía dejarla sola. No podía dejarla morir esperando una consulta.

Antonio intentó ayudarme a buscar soluciones. Vendimos el coche viejo, recortamos gastos en todo lo posible. Pero el sobre seguía vacío y la fecha de la boda se acercaba como un tren sin frenos.

La noche antes del gran día, Lucía entró en la cocina mientras yo preparaba una tortilla de patatas para cenar.

—Mamá, ¿estás bien? Te veo muy rara últimamente.

—Estoy cansada, hija. Son muchas cosas —mentí.

Ella se acercó y me abrazó por la espalda. Sentí su calor y su confianza… y también el peso insoportable de mi mentira.

El día de la boda llegó envuelto en una mezcla de alegría y angustia. La casa estaba llena de familiares: mi hermana Pilar criticando el vestido, mi cuñado Ramón discutiendo sobre fútbol con Antonio, los niños corriendo por el pasillo. Pero yo solo podía pensar en ese sobre vacío.

Cuando llegó el momento de entregar los regalos, Lucía me miró con esos ojos grandes y expectantes.

—¿Y mi sorpresa, mamá? —preguntó sonriendo.

Tragué saliva y le tendí el sobre. Ella lo abrió con manos temblorosas… y su sonrisa se desvaneció al instante.

—¿Qué es esto? —susurró.

No pude sostenerle la mirada.

—Lucía… lo siento mucho. El dinero… tuve que gastarlo en la abuela. Estaba muy enferma y no podía esperar.

El silencio fue absoluto. Sentí las miradas de todos clavadas en mí. Lucía apretó los labios y asintió lentamente, pero sus ojos se llenaron de lágrimas.

—No era solo un viaje, mamá. Era nuestra promesa —dijo antes de salir corriendo al jardín.

La fiesta continuó sin ella durante un rato. Yo me quedé sentada en una esquina, sintiéndome la peor madre del mundo. Mi hermana Pilar se acercó y me susurró:

—No te castigues tanto, Rosario. Hiciste lo que tenías que hacer.

Pero yo solo podía pensar en Lucía, en cómo le había fallado justo el día más importante de su vida.

Esa noche no dormí. Escuché a Lucía llorar en su habitación hasta que amaneció. Al día siguiente se fue con su marido a un pequeño hostal en la sierra; nada que ver con Menorca ni con sus sueños de infancia.

Desde entonces nuestra relación es fría y distante. Hablamos lo justo: cumpleaños, Navidad, algún mensaje rápido por WhatsApp. Cada vez que intento acercarme, siento un muro invisible entre nosotras.

A veces me pregunto si hice bien. ¿Debí priorizar a mi madre sobre mi hija? ¿O debí buscar otra solución? La vida te obliga a elegir entre dos amores imposibles… y siempre hay alguien que sale herido.

Hoy he vuelto a mirar aquel sobre vacío guardado en el cajón de mi mesilla. Me pregunto si algún día Lucía entenderá que lo hice por amor… aunque ese amor tuviera un precio tan alto.

¿Vosotros qué haríais? ¿Se puede reparar una promesa rota entre madre e hija o hay heridas que nunca sanan?