El Regreso de Lucía: Cuando el Pasado Llama a la Puerta
—¿Por qué ahora, Lucía? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras la veía sentada en el sofá del salón, ese mismo sofá donde dieciséis años atrás me dijo que se iba para siempre.
No esperaba volver a verla. No después de todo lo que pasó. Pero ahí estaba, con la mirada cansada y una tos seca que llenaba el silencio de la casa. Mis hijos, Sergio y Marta, estaban en la cocina, murmurando entre ellos. Habían dejado claro que no querían que su madre volviera a entrar en nuestras vidas, mucho menos bajo nuestro techo.
—No tengo a dónde ir, Andrés —me dijo Lucía, bajando la mirada—. Estoy enferma. Solo necesito unas semanas… hasta que me recupere un poco.
La noticia de su enfermedad me golpeó como un jarro de agua fría. Cáncer de pulmón, avanzado. No podía evitar recordar los años en los que compartimos todo: risas, peleas, sueños rotos. Y cómo, una tarde de otoño, se marchó sin mirar atrás, dejándome solo con dos niños pequeños y un corazón hecho trizas.
—¿Y ahora pretendes que te abramos la puerta como si nada? —la voz de Sergio retumbó desde la puerta de la cocina. Tenía los puños apretados y los ojos llenos de rabia—. ¿Después de todo lo que nos hiciste?
Marta no decía nada. Se limitaba a observar a su madre con una mezcla de dolor y desconfianza. Yo sabía que para ellos era mucho más difícil. Lucía se había perdido sus cumpleaños, sus graduaciones, las noches en vela cuando tenían fiebre. Yo había intentado ser padre y madre a la vez, pero siempre sentí que algo les faltaba.
—No quiero causaros más dolor —susurró Lucía—. Solo necesito un poco de ayuda…
Me senté frente a ella, sintiendo el peso de los años y las decisiones mal tomadas. Recordé las noches en las que lloraba en silencio por su ausencia, el esfuerzo sobrehumano por mantenernos a flote. Pero también recordé los buenos momentos: los veranos en Asturias, las cenas improvisadas en la terraza, las canciones que cantábamos juntos cuando los niños eran pequeños.
—No es tan fácil —le dije—. No puedes aparecer después de tanto tiempo y esperar que todo vuelva a ser como antes.
Ella asintió, con lágrimas en los ojos.
—Lo sé. Solo… no tengo a nadie más.
Esa frase me atravesó como una daga. ¿De verdad no tenía a nadie? ¿O simplemente era más fácil volver al lugar donde una vez fue feliz? ¿Y yo? ¿Qué debía hacer? ¿Ser compasivo o proteger a mis hijos del dolor de una posible nueva despedida?
Esa noche apenas dormí. Escuchaba los pasos de Lucía por el pasillo, su tos ahogada. Pensé en llamar a su hermana, pero hacía años que no sabía nada de ella. Pensé en buscarle un piso de alquiler, pero no tenía dinero suficiente para pagar dos casas.
Por la mañana, Marta se acercó a mí mientras preparaba café.
—Papá… ¿vas a dejarla quedarse?
No supe qué responderle. Vi en sus ojos el miedo a volver a perderla, la herida abierta que nunca terminó de cicatrizar.
—No lo sé —le dije—. No quiero haceros daño… pero tampoco puedo dejarla en la calle.
Sergio entró en la cocina y lanzó una taza contra el fregadero.
—¡Siempre igual! ¡Siempre pensando en ella! ¿Y nosotros qué? ¿No te acuerdas de cómo lloraba Marta cada noche? ¿De cómo yo tuve que hacerme el fuerte porque tú estabas destrozado?
Me quedé sin palabras. Tenía razón. Había intentado protegerles del dolor, pero quizá nunca les pregunté realmente cómo se sentían.
Esa tarde decidí hablar con Lucía a solas.
—Lucía… si te quedas aquí será solo por unas semanas. Y tendrás que hablar con los niños. No puedes esconderte ni fingir que nada ha pasado.
Ella asintió, agradecida y temerosa al mismo tiempo.
Los días siguientes fueron un infierno emocional. Lucía intentaba acercarse a los niños, pero ellos la evitaban. Yo me sentía dividido entre mi deber como ser humano y mi responsabilidad como padre.
Una noche escuché sollozos en el salón. Era Marta, sentada junto a su madre.
—¿Por qué te fuiste? —le preguntó con voz rota.
Lucía tardó en responder.
—Tenía miedo… Me sentía atrapada y pensé que os haría menos daño si desaparecía. Pero me equivoqué…
Marta lloró en silencio mientras Lucía le acariciaba el pelo como cuando era pequeña. Sergio seguía distante, encerrado en su habitación, negándose a hablar con ella.
Pasaron las semanas y la salud de Lucía empeoró. Empezó a necesitar ayuda para moverse, para comer. Marta se volcó en cuidarla; Sergio apenas salía de casa salvo para ir al trabajo.
Un día encontré a Sergio sentado en el portal, con la mirada perdida.
—No puedo perdonarla —me dijo sin mirarme—. Pero tampoco quiero verla morir sola.
Le abracé por primera vez en años.
El último día de Lucía en casa fue tranquilo. Nos sentamos todos juntos en el salón. Ella nos miró uno a uno y nos pidió perdón entre lágrimas.
Cuando se fue al hospital para recibir cuidados paliativos, sentí un vacío inmenso pero también una extraña paz. Habíamos hecho lo correcto, aunque doliera.
Ahora, cada vez que paso por el salón vacío, me pregunto: ¿Habría sido mejor cerrar la puerta al pasado? ¿O es precisamente el perdón lo que nos permite seguir adelante?
¿Vosotros qué haríais si alguien del pasado llama a vuestra puerta pidiendo ayuda? ¿Hasta dónde llega el deber y dónde empieza el derecho a protegerse uno mismo?