El Regreso de Un Padre: Entre el Pasado y el Presente

—No quiero verle, mamá. No le conozco. —La voz de Sergio retumbó en el pasillo, tan firme y adulta que por un momento olvidé que solo tenía catorce años.

Me quedé paralizada, con el teléfono aún en la mano. Alejandro acababa de llamarme después de siete años de silencio. Siete años en los que Sergio había crecido bajo el cuidado y el cariño de Marcos, mi marido desde hacía cinco años, el hombre que había sido padre cuando el verdadero padre decidió marcharse.

—Sergio, por favor, escúchame —intenté acercarme, pero él retrocedió—. Es tu padre. Quiere verte.

—¿Padre? Mi padre es Marcos. Alejandro solo es alguien que se fue —me cortó, con los ojos llenos de rabia y algo más profundo, una herida que yo misma no supe ver a tiempo.

Me senté en el sofá, derrotada. Recordé aquellos días en Salamanca, cuando Alejandro y yo éramos inseparables. Él era todo lo que yo no: impulsivo, despreocupado, incapaz de quedarse quieto en un sitio. Yo era la empollona de la clase, la que soñaba con una vida ordenada. Nos enamoramos como solo se puede amar a los diecisiete años: sin miedo y sin pensar en el mañana.

Pero el mañana llegó. Y con él, las facturas, los trabajos precarios y un embarazo inesperado. Alejandro no supo afrontarlo. Se fue una noche cualquiera, dejando una nota en la nevera: “No puedo con esto. Lo siento”.

Durante años odié esa nota más que a él. Me aferré a Sergio como a un salvavidas y juré que nunca le faltaría nada. Trabajé de camarera por las mañanas y limpiadora por las tardes hasta que conocí a Marcos. Él me enseñó que podía volver a confiar, que la familia no siempre es la sangre.

Ahora Alejandro quería volver. Decía que había cambiado, que quería conocer a su hijo. ¿Pero cómo se explica a un niño que su padre biológico quiere aparecer cuando ya tiene otro padre?

Esa noche, mientras cenábamos tortilla y ensalada en silencio, Marcos me miró con esa calma suya tan castellana.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó sin rodeos.

—No lo sé —admití—. Siento que le debo a Sergio la oportunidad de decidir.

Marcos asintió y le sirvió más ensalada a Sergio.

—Lo importante es lo que él quiera —dijo—. Yo estaré aquí pase lo que pase.

Me sentí egoísta por temer perder lo que habíamos construido. ¿Y si Sergio quería conocer a Alejandro? ¿Y si eso cambiaba todo?

Al día siguiente, llevé a Sergio al instituto y me quedé en el coche mirando cómo se alejaba entre sus amigos. Saqué el móvil y marqué el número de Alejandro.

—Hola —dije cuando respondió—. Sergio no quiere verte… De momento.

Al otro lado hubo un silencio largo.

—Lo entiendo —dijo al fin—. Solo… dile que le quiero. Que no supe hacerlo bien antes.

Colgué sintiendo una mezcla de alivio y tristeza. ¿Era suficiente con querer? ¿Bastaba con arrepentirse?

Las semanas pasaron y la tensión en casa se palpaba en cada gesto. Una tarde, mientras doblaba ropa, encontré una carta en la mochila de Sergio. Era para mí:

“Mamá,
Sé quién es Alejandro. He leído tus cartas viejas y he visto fotos. No quiero verle porque me da miedo perder lo que tengo ahora. No quiero que Marcos piense que ya no le quiero como padre. Pero tampoco quiero odiar a Alejandro toda la vida. ¿Por qué tuvo que irse? ¿Por qué ahora quiere volver?”

Lloré sobre esa carta como no lloraba desde hacía años. Me di cuenta de que había protegido tanto a Sergio del dolor que nunca le dejé sentirlo ni preguntarse por su propio pasado.

Esa noche le abracé fuerte antes de dormir.

—Sergio —susurré—, puedes querer a los dos si quieres. Nadie va a enfadarse ni dejarte de querer por eso.

Él asintió en silencio y me abrazó más fuerte.

Un domingo por la tarde, mientras veíamos el partido del Madrid con Marcos, Sergio se levantó y dijo:

—Mamá… Quiero conocerle. Pero quiero que vengas conmigo.

El corazón me dio un vuelco. Miré a Marcos, quien sonrió con tristeza y orgullo.

—Claro —le respondí—. Cuando tú quieras.

El reencuentro fue incómodo al principio. Alejandro estaba nervioso, torpe, con las manos sudorosas y los ojos llenos de culpa.

—Hola, Sergio —dijo apenas en un susurro.

Sergio le miró serio durante un rato largo antes de sentarse frente a él.

—¿Por qué te fuiste? —preguntó sin rodeos.

Alejandro tragó saliva y bajó la mirada.

—Porque era un cobarde —admitió—. Porque tenía miedo y no supe ser padre entonces. Pero he cambiado… Y quiero intentarlo ahora si tú me dejas.

Sergio no respondió enseguida. Miró por la ventana y luego me miró a mí.

—No sé si puedo perdonarte todavía —dijo al fin—. Pero quiero intentarlo…

Salimos del bar en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos. Yo sentí una paz nueva: tal vez no podía arreglar el pasado, pero sí acompañar a mi hijo mientras construía su propio futuro.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven atrapadas entre el miedo al pasado y la esperanza del presente? ¿Qué haríais vosotros si vuestro hijo tuviera dos padres y solo un corazón para repartir?