El sacrificio invisible de Daniela: Entre la oficina y el hogar en Madrid

—¿Otra vez llegas tarde, Daniela? —La voz de mi jefe, don Javier, retumba en el pasillo mientras intento colarme desapercibida entre los escritorios.

—Perdón, es que el metro iba fatal hoy… —respondo, bajando la mirada, aunque sé que es solo media verdad. El metro iba como siempre, pero yo salí tarde de casa porque tuve que ayudar a mi abuela a levantarse, darle su desayuno y dejarle la medicación preparada. Desde que mamá se fue a trabajar a Alemania, somos solo la abuela y yo en este piso antiguo de Lavapiés, con sus baldosas frías y el olor a café recién hecho mezclado con las medicinas.

En la oficina, todo parece tan sencillo. Los ordenadores brillan, las pantallas muestran gráficos de ventas y los compañeros hablan de sus planes para el puente. Yo sonrío, hago como si todo fuera normal. Nadie sabe que, cuando salgo corriendo a las seis en punto, no es para irme de cañas ni para quedar con amigos. Es para volver a casa y convertirme en enfermera, cocinera y nieta todo en uno.

—Daniela, ¿puedes quedarte un rato más hoy? Hay que terminar el informe para mañana —me pide Lucía, la jefa de proyectos, con esa voz dulce que no admite un no por respuesta.

—Lo siento, Lucía. Hoy no puedo. Tengo… tengo médico —miento, porque si digo la verdad me mirarán con pena o, peor aún, con esa condescendencia de quien cree que exagero.

En el metro de vuelta a casa, me miro en el reflejo de la ventanilla. Ojeras, pelo recogido a toda prisa y una bufanda que huele a colonia barata. Me pregunto si algún día podré vivir solo para mí. Pero luego recuerdo la sonrisa de la abuela cuando le cuento cómo va el trabajo, cómo se ríe cuando le pongo su novela favorita o cuando le preparo una tortilla de patatas como las hacía ella antes.

Al llegar al portal, me cruzo con la vecina del tercero.

—¡Ay, hija! ¿Otra vez tan tarde? Tu abuela te espera como agua de mayo —me dice con ese tono entre reproche y cariño tan madrileño.

Subo las escaleras corriendo. La abuela está sentada junto a la ventana, mirando cómo cae la tarde sobre los tejados rojizos de Madrid.

—¿Qué tal el día, niña? —me pregunta con voz cansada.

—Bien, abuela. Un poco largo, pero bien. ¿Te apetece cenar algo rico?

Mientras le preparo una sopa caliente y le cuento anécdotas inventadas para hacerla reír, siento una mezcla de cansancio y orgullo. Sé que mis amigas piensan que debería salir más, buscar pareja o viajar. Pero yo he elegido estar aquí. Porque nadie más lo hará por ella.

A veces me pregunto si alguien en la oficina sospecha algo. Si don Javier sabrá que detrás de mis retrasos y mis negativas hay una vida entera sostenida por hilos invisibles. En España decimos mucho eso de «tirar pa’lante», pero nadie te cuenta lo que pesa realmente ese «pa’lante» cuando lo llevas sola.

Al final del día, cuando apago la luz y escucho la respiración tranquila de mi abuela desde la otra habitación, me invade una paz extraña. ¿Será esto la verdadera grandeza? ¿O solo una forma silenciosa de amor? ¿Cuántos más habrá como yo, ocultando su sacrificio tras una sonrisa cansada?