El secreto de la abuela Carmen

—¡Carmen! ¡Carmen, tienes que venir ahora mismo! —gritó doña Pilar desde el otro lado de la tapia, con la voz temblorosa y la cara desencajada.

Yo estaba en la cocina, preparando el café, cuando escuché el grito. Mi abuela, que ya había salido al corral con el cubo de grano para las gallinas, se giró en seco. El sol apenas despuntaba sobre los tejados de teja roja del pueblo, y el aire olía a tierra mojada y a promesas no cumplidas.

—¿Qué pasa, Pilar? —respondió la abuela, dejando el cubo en el suelo y limpiándose las manos en el delantal.

—Ven, por favor. Es sobre tu hermano Antonio…

El nombre de Antonio era como una sombra en nuestra casa. Nadie hablaba de él desde hacía años, desde aquella pelea en la Nochebuena de 1998, cuando los gritos se escucharon hasta en la plaza del pueblo y mi madre, con los ojos llenos de lágrimas, nos arrastró a mi hermana y a mí fuera de la casa.

La abuela cruzó la tapia con una agilidad que no le conocía. Yo la seguí, con el corazón en un puño. Doña Pilar nos esperaba junto a la verja de su jardín, donde las hortensias parecían marchitarse de pura tensión.

—Me ha llamado el médico del hospital de Salamanca —dijo Pilar, bajando la voz—. Antonio está muy mal. Preguntó por ti, Carmen. Dice que quiere verte antes de…

La abuela se quedó quieta, como si el tiempo se hubiera detenido. Vi cómo apretaba los labios y cómo le temblaban las manos. Durante un largo minuto, nadie dijo nada. Solo se oía el cacareo lejano de las gallinas y el rumor de las hojas movidas por la brisa.

—No puedo ir —susurró al fin la abuela—. No después de todo lo que pasó.

—Carmen, es tu hermano —insistió Pilar—. No puedes dejar que se vaya así, con ese peso encima.

Yo no entendía nada. ¿Qué había pasado realmente entre ellos? ¿Por qué tanto rencor? Sabía que la herencia de los abuelos había sido motivo de disputa, pero nunca imaginé que el dolor pudiera durar tanto.

Esa mañana, la abuela no recogió los huevos ni volvió a dar de comer a las gallinas. Se encerró en su habitación y, por primera vez, la oí llorar. Un llanto ahogado, como si cada sollozo le arrancara un trozo de alma.

Me acerqué a la puerta y llamé suavemente:

—Abuela, ¿quieres que hablemos?

—No, Lucía. Hay cosas que es mejor no remover —respondió, pero su voz era apenas un susurro.

No pude evitarlo. Bajé al salón y busqué en el viejo arcón donde la abuela guardaba las fotos antiguas. Allí estaba, una imagen en blanco y negro de dos niños abrazados, sonriendo bajo el sol de Castilla. Carmen y Antonio, inseparables. ¿Cómo se llega de eso al silencio y al odio?

Esa noche, la abuela no cenó. Se quedó sentada junto a la ventana, mirando la luna llena. Yo me senté a su lado, en silencio, hasta que por fin habló:

—¿Sabes, Lucía? A veces el orgullo pesa más que el amor. Yo quería a mi hermano más que a nadie en el mundo, pero cuando murió nuestro padre y hubo que repartir la tierra, él me acusó de robarle. Me gritó cosas que aún me duelen. Y yo… yo no supe perdonar.

La abracé. Sentí su cuerpo frágil, temblando bajo mis brazos.

—Abuela, todavía puedes verle. Todavía puedes perdonar.

—¿Y si ya es tarde? —susurró.

Al día siguiente, la abuela se levantó antes que yo. La encontré en la cocina, con el abrigo puesto y la maleta preparada.

—Voy a Salamanca —me dijo, mirándome a los ojos—. No sé si podré arreglarlo, pero no quiero quedarme con esta espina.

La acompañé a la estación de autobuses. El viaje fue silencioso, cada una perdida en sus pensamientos. Al llegar al hospital, la abuela entró sola en la habitación de Antonio. Yo esperé fuera, con el corazón encogido.

No sé qué se dijeron. Cuando salió, tenía los ojos rojos pero una paz nueva en el rostro.

—Le he perdonado, Lucía. Y él me ha pedido perdón también. Al final, solo queda el amor.

Esa noche, de vuelta en casa, la abuela me tomó la mano y me dijo:

—No dejes nunca que el orgullo te aleje de los que quieres. La vida es demasiado corta para vivir con rencor.

A veces me pregunto: ¿Cuántas familias en España viven con heridas abiertas por viejas disputas? ¿Cuántas veces dejamos que el orgullo gane al amor? ¿Y tú, qué harías si tuvieras una última oportunidad para perdonar?