El secreto de la bodega: el diario que cambió mi vida
—¿Por qué tienes esa cara, Carmen? —me preguntó Luis desde la puerta de la cocina, mientras yo intentaba disimular el temblor de mis manos.
No podía mirarle. No después de lo que acababa de leer. Bajé la cabeza y fingí estar ocupada con el trapo, limpiando una mancha invisible en la encimera. Pero por dentro, todo mi mundo se había desmoronado.
Todo empezó esa mañana de sábado. Había decidido bajar a la bodega para hacer limpieza. Me gusta ordenar, perderme entre cajas llenas de recuerdos: los libros de mi madre, las figuritas de Navidad, las fotos en blanco y negro de mis abuelos en Extremadura. Siempre he sentido que esas cosas me conectan con mi pasado y con el de Luis. Pero ese día, entre el polvo y el olor a humedad, encontré algo que nunca debí descubrir.
Era un cuaderno viejo, con las tapas desgastadas y el nombre de Luis escrito con su letra infantil: «Luis García, 1987». Lo abrí sin pensar, esperando encontrar alguna anécdota graciosa de su adolescencia. Pero lo que leí me heló la sangre.
«Nunca podré olvidar lo que pasó aquel verano en el pueblo. Si alguien supiera lo que hicimos, todo cambiaría para siempre. A veces sueño con ello y me despierto sudando, temblando de miedo y culpa…»
Leí y releí esas líneas. ¿Qué había hecho Luis? ¿De qué se arrepentía tanto? Seguí pasando páginas, mis dedos manchados de polvo y mi corazón latiendo a mil por hora.
«No sé cómo mirar a mi hermano después de aquello. Él confía en mí, pero si supiera la verdad… Si supiera que fui yo quien rompió el jarrón de mamá y le eché la culpa a él. Por eso se enfadó tanto papá, por eso le castigaron todo el verano. Nunca tuve valor para confesarlo.»
Sentí un nudo en el estómago. Era una travesura infantil, sí, pero la culpa seguía viva después de tantos años. Seguí leyendo, buscando algo más grave, algo que justificara el temblor en mis manos.
Y entonces lo encontré.
«Lo de Lucía fue distinto. Nadie puede saberlo. Si Carmen lo supiera… No sé si podría mirarla a los ojos. Aquella noche en las fiestas del pueblo, cuando todos estaban borrachos y Lucía me besó… Yo no la detuve. No fue solo un beso. Nunca se lo conté a nadie. Ni siquiera a Lucía le volví a hablar del tema. Pero cada vez que veo a Carmen reírse con ella en las cenas familiares, siento que soy un impostor.»
Lucía es mi prima. Mi mejor amiga desde la infancia. La persona en quien más confío después de Luis. Sentí como si alguien me hubiera dado una bofetada.
No sé cuánto tiempo estuve sentada en el suelo de la bodega, leyendo y releyendo esas páginas. El sol entraba por la ventanita pequeña y dibujaba figuras en el polvo suspendido en el aire. Todo parecía irreal.
Cuando subí las escaleras, sentí que mis piernas no me sostenían. Luis estaba en el salón viendo el partido del Salamanca contra el Deportivo. Me miró y sonrió como si nada hubiera pasado.
—¿Has encontrado algo interesante? —preguntó sin apartar la vista del televisor.
No supe qué decirle. Quise gritarle, preguntarle por qué me había mentido todos estos años, por qué había guardado ese secreto tan cerca de mí y tan lejos al mismo tiempo.
Esa noche apenas dormí. Me giraba una y otra vez en la cama, escuchando su respiración tranquila a mi lado. ¿Cómo podía estar tan sereno? ¿Cómo podía vivir con ese peso?
Al día siguiente, durante la comida familiar, Lucía vino con su marido y sus hijos. Nos reímos recordando anécdotas del colegio, los veranos en la playa de San Juan, las tardes jugando al escondite en casa de los abuelos. Pero yo ya no podía mirarla igual.
En un momento dado, Lucía me cogió del brazo y me llevó a la cocina para ayudarme con los postres.
—¿Estás bien? Te noto rara —me susurró mientras batía los huevos para el flan.
La miré a los ojos buscando alguna señal, algún rastro de culpa o complicidad. Pero solo vi preocupación sincera.
—Estoy cansada —mentí—. He dormido mal.
No podía contarle nada. ¿Y si ella tampoco recordaba aquella noche? ¿Y si para ella no significó nada?
Durante días viví atrapada entre el deseo de enfrentar a Luis y el miedo a destruir todo lo que habíamos construido juntos: nuestra casa en Salamanca, nuestros hijos adolescentes, nuestras rutinas sencillas pero felices.
Una tarde, mientras doblaba la ropa en silencio, Luis entró en la habitación y se sentó a mi lado.
—Carmen —dijo con voz suave—, sé que algo te pasa. No eres tú desde hace días. ¿He hecho algo mal?
Sentí las lágrimas subir a mis ojos. Quise gritarle todo lo que sentía: rabia, tristeza, miedo a perderlo y miedo a quedarme con él sabiendo lo que sabía.
—¿Tú nunca has tenido secretos? —pregunté al fin, sin mirarle.
Luis se quedó callado un momento.
—Todos tenemos secretos —respondió al fin—. Pero contigo siempre he intentado ser sincero.
Mentira. O al menos eso sentía yo ahora.
Desde entonces no he vuelto a ser la misma. Cada vez que veo a Luis o a Lucía siento que hay una grieta invisible entre nosotros tres. Una grieta hecha de palabras no dichas y verdades enterradas bajo capas de polvo y recuerdos.
A veces me pregunto si es mejor vivir en la ignorancia o enfrentarse a la verdad aunque duela. ¿Cuántos secretos caben en una familia antes de que todo se derrumbe?
¿Vosotros qué haríais? ¿Perdonaríais un secreto así o dejaríais que os devorara por dentro?