El secreto de la carpeta azul: una carta en el día de nuestras promesas
—¿Por qué guardas todo esto, Tomás? —murmuré, sacando otro fajo de facturas del viejo archivador azul. El polvo me hizo estornudar. Era sábado por la tarde y la casa estaba en silencio, salvo por el tic-tac del reloj del pasillo. Tomás había salido a comprar pan y yo, como tantas otras veces, aprovechaba para poner orden en ese caos de papeles que él nunca revisaba.
No esperaba encontrar nada fuera de lo común: garantías caducadas, pólizas de seguro, recibos de la luz. Pero al fondo, entre dos carpetas descoloridas, apareció una carta. El sobre estaba amarillento, doblado con cuidado. Reconocí su letra al instante: firme, inclinada hacia la derecha. Sentí un escalofrío. En la esquina superior derecha, escrita con bolígrafo azul, una fecha: 14 de febrero de 2002. El día de nuestras zarinas.
Me quedé helada. ¿Por qué habría escrito Tomás una carta ese día? ¿Y por qué estaba aquí, oculta entre papeles sin importancia? Dudé unos segundos. Mi corazón latía tan fuerte que temí que se oyera desde la calle. Finalmente, rompí el sello con manos temblorosas y deslicé la hoja.
«Querida Lucía,» comenzaba. No era para mí. Sentí un nudo en el estómago.
«Hoy he tomado una decisión que cambiará mi vida y la tuya para siempre. No sé si hago lo correcto, pero siento que es lo que debo hacer. Nunca olvidaré lo que hemos compartido, pero tengo que seguir adelante…»
Las palabras bailaban ante mis ojos. Lucía. Ese nombre nunca había salido en nuestras conversaciones. ¿Quién era ella? ¿Por qué Tomás le escribía una carta de despedida justo el día que me pidió matrimonio?
—¿Todo bien, Carmen? —la voz de mi hija Marta me sobresaltó desde el pasillo.
—Sí, sí… solo estoy ordenando —respondí con voz ahogada, doblando rápidamente la carta y metiéndola en el bolsillo del pantalón.
Marta me miró con esa mezcla de preocupación y distancia que tienen los adolescentes. Se encogió de hombros y volvió a su habitación.
Me senté en el sofá, incapaz de contener las lágrimas. Recordé aquel día: Tomás arrodillado en la Plaza Mayor de Salamanca, rodeados de turistas y palomas, su sonrisa nerviosa cuando sacó el anillo. Yo llorando de felicidad, creyendo que era el comienzo de nuestra historia perfecta.
Pero ahora todo se tambaleaba. ¿Había sido yo la segunda opción? ¿Un consuelo tras una despedida dolorosa?
Guardé la carta en mi mesilla y pasé el resto del día como un autómata. Cuando Tomás volvió, le observé con otros ojos: sus gestos cotidianos, su forma de dejar las llaves en el cuenco de cerámica, el beso distraído en mi mejilla.
Esa noche apenas dormí. La carta ardía en mi mente como una herida abierta. Al amanecer, decidí enfrentarle.
—Tomás, ¿puedo preguntarte algo? —dije mientras desayunábamos.
Él levantó la vista del periódico.
—Claro, dime.
Saqué la carta y la puse sobre la mesa.
El color desapareció de su rostro.
—¿Dónde has encontrado eso?
—Entre tus papeles. ¿Quién es Lucía?
Un silencio denso llenó la cocina. Marta entró a por un vaso de agua y notó la tensión.
—¿Pasa algo?
—Nada importante —dije rápidamente.
Cuando se fue, Tomás suspiró y se frotó los ojos.
—Lucía fue… alguien muy importante para mí antes de conocerte bien. Estábamos juntos desde la universidad. Pero cuando te conocí a ti… todo cambió. Me sentí dividido durante meses. El día que te pedí matrimonio, necesitaba cerrar esa etapa para poder empezar otra contigo.
—¿Y por qué nunca me hablaste de ella?
—Porque tenía miedo de perderte si sabías que no eras la única en mi corazón al principio.
Me quedé callada. No sabía si sentirme traicionada o aliviada por su sinceridad tardía.
Los días siguientes fueron un torbellino emocional. Empecé a mirar atrás: las discusiones sin sentido, los silencios incómodos después de las cenas familiares, las veces que Tomás parecía ausente aunque estuviera sentado a mi lado viendo «Cuéntame» en la tele.
Una tarde llamé a mi hermana Pilar para desahogarme.
—¿Y qué vas a hacer? —me preguntó ella tras escuchar mi relato entre sollozos.
—No lo sé… Siento que toda mi vida ha sido una mentira.
—No digas eso, Carmen. Todos tenemos secretos. Lo importante es lo que habéis construido juntos después de ese día.
Pero yo no podía dejar de pensar en Lucía. ¿Y si Tomás seguía pensando en ella? ¿Y si yo solo era un refugio?
Empecé a buscar pistas: viejas fotos, mensajes en agendas antiguas, hasta pregunté discretamente a algunos amigos comunes si recordaban a alguna Lucía en la vida de Tomás. Nadie sabía nada o fingían no saberlo.
Una noche, incapaz de soportar más dudas, le pregunté directamente:
—¿La has vuelto a ver alguna vez?
Tomás negó con la cabeza.
—No. Esa carta fue lo último que compartí con ella. Después solo exististe tú para mí.
Quise creerle. Pero algo dentro de mí se había roto para siempre.
El tiempo pasó y aprendí a convivir con esa sombra en nuestra historia. A veces pienso que todos arrastramos fantasmas del pasado; lo importante es cómo los enfrentamos cuando salen a la luz.
Hoy miro a Tomás y sé que le quiero, pero también sé que el amor no es perfecto ni está libre de cicatrices. Quizá eso sea crecer: aceptar que incluso las historias más bonitas tienen páginas manchadas.
¿Vosotros qué haríais si descubrierais un secreto así? ¿Es posible perdonar y seguir adelante sin mirar atrás?