El secreto de la casa de la calle Olmo

—¿Por qué no puedes simplemente dejarlo estar, Lucía? —me espetó Fernando aquella noche de tormenta, mientras la lluvia golpeaba los cristales del salón y nuestros hijos dormían ajenos al huracán que se desataba entre nosotros.

No respondí. Me quedé mirando el reflejo distorsionado de mi cara en la ventana, preguntándome cómo habíamos llegado hasta aquí. Siempre soñé con una familia grande y unida, como la que veía en las películas de sobremesa los domingos en casa de mis padres en Salamanca. Pero la vida, como bien sabe cualquiera que haya amado de verdad, no es una película.

Fernando y yo nos conocimos en la universidad. Él era el típico chico que hacía reír a todos en la cafetería, el que siempre tenía una palabra amable para quien la necesitara. Nos enamoramos rápido y fuerte, y cuando me pidió matrimonio bajo los castaños del parque de La Alamedilla, supe que era el hombre con quien quería formar mi familia.

Tuvimos a Pablo primero, luego a Sergio, y por último a Marcos. Tres niños revoltosos, cariñosos y llenos de vida. Pero en mi corazón siempre quedó un hueco: yo soñaba con una hija. Cada vez que veía a una madre peinando a su niña en el parque o comprando vestidos rosas en El Corte Inglés, sentía una punzada de envidia y tristeza.

Fernando nunca lo entendió del todo. “Tenemos tres hijos sanos, Lucía”, decía. “¿Por qué no puedes ser feliz con lo que tenemos?” Yo asentía, sonreía y seguía adelante, pero el deseo seguía ahí, agazapado.

El problema real empezó hace cinco años, cuando recibí aquella llamada inesperada. Era Marta, mi hermana pequeña. Su voz temblaba al otro lado del teléfono.

—Lucía… necesito pedirte un favor enorme. No puedo contárselo a nadie más.

Marta estaba embarazada. El padre había desaparecido y ella no podía permitirse criar a una niña sola. Me lo pidió entre sollozos: “¿Podrías quedártela tú? Sé que siempre has querido una hija”.

Recuerdo cómo me temblaban las manos mientras colgaba el teléfono. Aquella noche no dormí. Pensé en Fernando, en nuestros hijos, en lo que significaría criar a una niña que no era biológicamente mía pero sí de mi sangre. Pensé en mis padres, tan tradicionales, y en el qué dirán del barrio.

Al día siguiente, le conté todo a Fernando. Su reacción fue fría como el mármol.

—¿Estás loca? ¿Quieres meter en casa a la hija de tu hermana y hacerla pasar por nuestra hija? ¿Y si alguien se entera?

Discutimos durante horas. Yo lloré; él gritó. Al final, llegamos a un acuerdo: ayudaríamos a Marta económicamente para que pudiera criar a la niña ella sola, pero no la adoptaríamos nosotros.

Pero el destino es caprichoso. Marta murió en un accidente de tráfico cuando la pequeña Alba tenía apenas seis meses. De repente, Alba era huérfana y yo era su única familia.

No sé cómo lo hice, pero convencí a Fernando de acogerla temporalmente «hasta que encontráramos una solución». Los servicios sociales vinieron varias veces; los vecinos cuchicheaban; mis padres apenas me dirigían la palabra por haber traído «ese problema» a casa.

Pero Alba… Alba era todo lo que yo había soñado. Sus ojos grandes y oscuros me miraban como si yo fuera su mundo entero. Empecé a quererla como si hubiera salido de mi propio vientre.

Mis hijos la aceptaron enseguida. Pablo le enseñaba a montar en bici; Sergio le leía cuentos antes de dormir; Marcos le daba sus juguetes favoritos sin protestar. Pero Fernando… Fernando nunca terminó de aceptarla del todo.

—No es nuestra hija —me recordaba cada vez que discutíamos por cualquier tontería—. No te engañes.

El tiempo pasó y Alba creció feliz, ajena al secreto que pesaba sobre nuestras cabezas como una nube negra. Pero yo vivía con miedo constante: miedo a que alguien le contara la verdad antes de tiempo; miedo a perderla; miedo a perder también a Fernando, cuyo amor se fue enfriando poco a poco hasta convertirse en una rutina silenciosa.

Hace unas semanas, Alba vino corriendo del colegio con lágrimas en los ojos.

—Mamá… ¿por qué dicen las niñas que no soy tu hija de verdad?

Sentí cómo se me rompía el alma en mil pedazos. La abracé fuerte y le susurré: “Tú eres mi hija porque así lo siento yo, porque te quiero más que a nada en este mundo”. Pero sabía que tarde o temprano tendría que contarle la verdad.

Esa noche volví a discutir con Fernando. Él quería seguir ocultando todo; yo sentía que ya no podía más con el peso del secreto.

—¿Y si Alba me odia cuando sepa la verdad? —le pregunté entre lágrimas.
—¿Y si te odian también nuestros hijos por haberles mentido? —me respondió él, sin mirarme siquiera.

Ahora duermo poco y mal. Me levanto cada mañana preguntándome si hice bien o mal; si el amor puede justificar una mentira tan grande; si algún día Alba entenderá por qué tomé las decisiones que tomé.

A veces me pregunto: ¿es posible construir una familia sobre un secreto? ¿O tarde o temprano todo termina por derrumbarse?

¿Vosotros qué haríais? ¿Mentiríais para proteger a quienes amáis o preferiríais arriesgarlo todo por la verdad?