El susurro de Bartek: Un pacto entre la vida y la muerte

—¡No lo hagas, Mariana! ¡Te lo juro que esto no es un juego!—grité desde el pasillo, mientras veía a la hermana de Diego sentarse en el suelo con sus amigas, rodeadas de velas y esa tabla maldita que había traído escondida en su mochila.

Era una noche húmeda en la Ciudad de México, el aire olía a tierra mojada y a miedo. Yo tenía 22 años, vivía con Diego, Julián y Matías en un departamento pequeño cerca de la UNAM. Éramos inseparables: estudiábamos juntos, compartíamos la comida, las penas y las fiestas. Pero esa noche, todo cambió.

Mariana me miró desafiante. —¿Qué te pasa, Pablo? ¿Ahora eres el papá de todos?—. Sus amigas se rieron nerviosas. Yo sentí un escalofrío recorrerme la espalda. No era supersticioso, pero algo en el ambiente me decía que debíamos parar.

Diego salió de su cuarto, medio dormido. —¿Qué pasa aquí?—

—Tu hermana va a jugar a la ouija—le dije, esperando que él pusiera orden.

Pero Diego solo se encogió de hombros. —Déjalas, Pablo. Son cosas de niñas—.

Me fui a mi cuarto, pero no pude dormir. Escuchaba risas, susurros y luego un silencio tan denso que parecía tragarse el aire. De pronto, un grito desgarrador rompió la noche. Corrimos todos a la sala.

Mariana estaba pálida, temblando. Una de sus amigas lloraba. La tabla estaba partida en dos.

—¿Qué pasó?—preguntó Julián.

Mariana apenas podía hablar. —Nos contestó… alguien. Dijo que se llamaba Bartek. Que tenía que irse al cielo, pero… pero algo lo detuvo aquí—.

Matías se burló: —¡Ay, sí! Seguro era el espíritu del vecino que siempre se roba el wifi—. Pero nadie rió.

Esa noche nadie durmió. Mariana no quiso quedarse sola y Diego terminó durmiendo en el sillón con ella. Yo me quedé mirando el techo, pensando en ese nombre: Bartek. No era común aquí. ¿Por qué habría de aparecerse en nuestra sala?

Los días siguientes fueron extraños. Las luces parpadeaban sin razón. Los platos se caían solos. Una vez encontré mi cuaderno de apuntes abierto en una página donde alguien había escrito con mi propia letra: “No debieron llamarme”.

Intentamos seguir con nuestras vidas universitarias: clases, exámenes, fiestas clandestinas para olvidar el estrés. Pero el ambiente en el departamento era cada vez más pesado. Mariana dejó de hablar; solo miraba por la ventana como si esperara ver algo allá afuera.

Una tarde, mientras estudiábamos para un parcial de Derecho Constitucional, Diego me confesó algo:

—Pablo… Mariana dice que Bartek le habla en sueños. Que le pide ayuda para irse… pero que alguien aquí no lo deja ir.

Sentí un nudo en el estómago. —¿Y quién sería ese alguien?—

Diego bajó la voz: —No sé… pero desde esa noche siento que alguien me observa todo el tiempo.

Julián empezó a tener pesadillas: veía a un niño rubio parado al pie de su cama, llorando sangre y repitiendo su nombre una y otra vez.

Matías se volvió más agresivo; discutía por todo y empezó a beber más de la cuenta. Una noche lo encontramos hablando solo en la cocina:

—¡Ya basta! ¡Déjanos en paz! ¡No te debemos nada!—gritaba al vacío.

La tensión explotó una madrugada cuando Mariana desapareció. Salió sin avisar y no contestaba el celular. Buscamos por toda la colonia; preguntamos a vecinos y amigos. Nadie la había visto.

Al amanecer, recibimos una llamada del hospital general: Mariana estaba allí, desorientada, diciendo incoherencias sobre un niño atrapado entre dos mundos.

Fui a verla con Diego. Mariana nos miró con ojos vacíos:

—Bartek dice que uno de ustedes hizo un pacto sin saberlo… Que alguien aquí deseó algo tan fuerte que abrió una puerta—susurró.

Diego me miró aterrado. Yo sentí que el mundo se me venía encima. Recordé una noche hace meses, borracho y desesperado por pasar un examen imposible, le recé a quien fuera: “Daría lo que fuera por aprobar”. ¿Había sido yo?

Desde ese día, todo empeoró. El departamento se volvió inhabitable: ruidos extraños, objetos moviéndose solos, sombras que cruzaban los pasillos. Julián se fue a vivir con su novia; Matías regresó al pueblo con su abuela diciendo que prefería dormir en una casa embrujada por vivos que por muertos.

Diego y yo nos quedamos solos con Mariana, quien apenas comía y solo murmuraba nombres en sueños: “Bartek… Pablo… ayuda…”.

Desesperado, busqué ayuda en todas partes: curanderos del Mercado de Sonora, sacerdotes, incluso una señora que leía cartas en Coyoacán. Todos decían lo mismo: “Alguien abrió una puerta y debe cerrarla”.

Una noche decidí enfrentar mis miedos. Me senté frente a la tabla rota y hablé en voz alta:

—Bartek… si eres real… si yo te traje aquí… dime qué quieres.

El aire se volvió helado. Sentí una mano invisible apretando mi pecho. Escuché una voz infantil susurrando en mi oído:

—Solo quiero irme… pero tienes que soltarme… tienes que perdonarte…

Lloré como nunca antes. Pedí perdón por mis deseos egoístas, por jugar con fuerzas que no entendía. Prometí ayudarlo a encontrar la paz.

Esa madrugada soñé con Bartek: un niño rubio, vestido con ropa vieja, sonreía mientras se alejaba hacia una luz brillante. Al despertar, Mariana dormía tranquila por primera vez en semanas.

Poco a poco las cosas volvieron a la normalidad. Julián regresó; Matías nos visitaba los fines de semana y hasta Mariana empezó a reír otra vez.

Pero yo nunca volví a ser el mismo. Aprendí que nuestros deseos tienen peso; que hay puertas que es mejor no abrir y pactos que pueden costarnos más de lo que imaginamos.

A veces me pregunto: ¿Cuántos de nosotros hemos hecho pactos sin saberlo? ¿Cuántos fantasmas cargamos por dentro sin atrevernos a mirar atrás?