El testamento de Carmen: Heridas que no sanan

—¿Por qué lo has hecho, Carmen? ¿Por qué?—. Mi voz temblaba en el salón, mientras sostenía la carta del notario con los nudillos blancos. Nadie contestó. Mi marido, Álvaro, miraba al suelo, incapaz de sostenerme la mirada. Su hermana, Teresa, fingía revisar el móvil, y su hermano pequeño, Pablo, ni siquiera había venido.

La casa olía a café frío y a resentimiento. Era la misma casa donde Carmen me había recibido hace quince años, con su sonrisa de medio lado y sus comentarios punzantes sobre mi acento andaluz. «En esta familia somos de Madrid de toda la vida», solía decir. Yo me reía, intentando integrarme, pero siempre sentí que no era suficiente.

Ahora, tras su muerte, el notario había leído el testamento: todo para sus hijos, ni una palabra para mí. Ni un recuerdo, ni una joya, ni siquiera una carta de despedida. Nada. Como si nunca hubiera existido en su vida.

—No es justo, Álvaro —susurré—. He cuidado de tu madre cuando nadie más quería hacerlo. Fui yo quien la llevó al hospital aquella noche que se cayó en el baño. Fui yo quien le hacía la compra cuando tú estabas de viaje por trabajo.

Álvaro levantó la cabeza, los ojos rojos de tanto llorar o de tanto callar.

—Lucía, no sé qué decirte. Mamá era así… Siempre fue muy suya.

—¿Y tú? ¿Vas a ser igual? ¿Vas a dejar que esto nos separe?

Teresa bufó desde el sofá.

—No empieces otra vez, Lucía. El testamento es el testamento. Mamá tenía sus motivos.

—¿Qué motivos? ¿Que no soy de aquí? ¿Que no soy suficiente para vosotros?

El silencio cayó como una losa. Recordé las Navidades en las que Carmen me miraba de reojo cuando preparaba el puchero a mi manera. Las veces que me corregía delante de los niños: «Eso aquí no se hace así». Pero también recordé las tardes en las que le pintaba las uñas mientras hablábamos de su infancia en Chamberí, o cuando lloró en mi hombro tras la muerte de su marido.

Me senté en la mesa y rompí a llorar. No por el dinero —eso me daba igual— sino por la herida invisible que Carmen me había dejado. Una herida que sangraba cada vez que pensaba en todo lo que había dado por esta familia.

Álvaro se acercó y me puso una mano en el hombro.

—Lucía, por favor… No quiero perderte por esto.

—Ya me has perdido un poco —le respondí sin mirarle.

Esa noche dormí en el sofá. No podía soportar el calor de su cuerpo junto al mío, como si nada hubiera pasado. Al día siguiente, Pablo apareció por la casa con cara de circunstancias.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó al ver el ambiente tenso.

Teresa le lanzó el sobre del notario.

—Mamá nos ha dejado todo a nosotros. Lucía no sale ni mencionada.

Pablo me miró con compasión.

—Lo siento, Lucía… Sé que esto duele. Pero mamá era muy tradicional. Para ella, la familia era la sangre.

—¿Y yo qué soy? —pregunté con rabia—. ¿Un mueble? ¿Una extraña?

Nadie supo qué decirme. Me encerré en la habitación y llamé a mi hermana Marta en Sevilla.

—Lucía, tienes que pensar en ti —me dijo—. No puedes dejar que te hagan sentir menos. Has hecho más por esa familia que muchos de ellos.

Colgué y miré mis manos temblorosas. Recordé mi boda con Álvaro: Carmen apenas sonrió en las fotos. Recordé el nacimiento de mi hija Paula: Carmen ni siquiera vino al hospital porque «no le gustaban los hospitales». Y aun así, yo seguía buscándome su aprobación como una niña pequeña.

Pasaron los días y la tensión creció como una tormenta a punto de estallar. Teresa empezó a hablar de vender la casa del pueblo; Pablo quería quedarse con los cuadros antiguos; Álvaro se encerró en sí mismo y apenas me dirigía la palabra.

Una tarde, mientras recogía las cosas de Carmen, encontré una caja con cartas antiguas. Entre ellas, una dirigida a mí pero nunca enviada:

«Querida Lucía,
Sé que nunca te lo he puesto fácil. Me cuesta aceptar lo diferente, lo nuevo… Pero sé que has cuidado de mí como nadie lo habría hecho. Ojalá pudiera decirte esto en persona, pero no sé cómo hacerlo sin parecer débil…»

Las lágrimas me nublaron la vista. ¿Por qué no me lo dijo antes? ¿Por qué esperar a estar muerta para reconocerme?

Salí al salón con la carta temblando en mis manos.

—Mirad esto —dije a todos—. Mamá sí pensaba en mí… Pero no supo cómo decírmelo.

El silencio fue aún más pesado que antes. Teresa bajó la cabeza; Pablo suspiró; Álvaro se acercó y me abrazó por primera vez en días.

—Lo siento, Lucía… De verdad lo siento.

Pero el daño ya estaba hecho. La herida seguía ahí, abierta y sangrante.

Hoy escribo esto sentada en el banco del parque donde solía pasear con Carmen los domingos por la mañana. Me pregunto si algún día podré perdonar del todo; si podré mirar a mi familia política sin sentirme invisible; si podré dejar de buscar la aprobación de quienes nunca supieron darla.

¿Vosotros qué haríais? ¿Cómo se supera una herida así? ¿Se puede perdonar lo imperdonable?