El testamento de mamá: Entre el rencor y el perdón

—¿Por qué, mamá? ¿Por qué a mí no?— susurré en la penumbra de tu habitación, con el papel temblando entre mis manos. El silencio era tan denso que podía oír mi propio corazón martilleando en los oídos. Había venido a buscar el cargador del móvil, nada más, pero encontré tu testamento encima de la mesilla, junto a tus gafas y ese libro de Almudena Grandes que nunca terminaste.

No sé cuánto tiempo estuve allí, sentada en la cama, leyendo una y otra vez esas líneas frías y legales. «A mi hija Lucía le lego todos mis bienes…». Ni una palabra sobre mí. Ni una explicación. Ni siquiera una nota. Mamá, siempre dijiste que querías a tus dos hijas por igual. ¿Por qué entonces este silencio tan cruel?

Cuando Lucía llegó esa noche, la casa olía todavía a tu colonia y a las lentejas que habías dejado preparadas en la olla. Me miró con esos ojos grandes y oscuros que heredó de ti, y supo al instante que algo iba mal.

—¿Qué pasa, Marta?— preguntó, dejando las llaves sobre la mesa.

No pude evitarlo. Le enseñé el testamento. Ella lo leyó en silencio, mordiéndose el labio inferior como hacía cuando era niña y se sentía culpable por algo.

—Yo no sabía nada, te lo juro— murmuró al fin, con la voz rota.

No le creí. O no quise creerla. Durante días, apenas nos hablamos. Yo me encerré en mi habitación, repasando cada recuerdo contigo: los veranos en Benidorm, las tardes de domingo viendo películas antiguas, las discusiones por tonterías. ¿Había hecho yo algo tan terrible como para merecer este castigo?

La noticia del testamento corrió pronto por la familia. Tía Carmen vino a verme con su aire de sabelotodo.

—Tu madre siempre fue muy suya, hija. A lo mejor tenía sus razones— dijo, sirviéndose un café como si nada.

—¿Qué razones? ¿Acaso no soy su hija también?— le espeté, sintiendo cómo la rabia me quemaba por dentro.

—Quizá pensaba que Lucía lo necesitaba más… O quizá confiaba en que tú sabrías salir adelante sola— sugirió ella.

No me consoló. Me sentí traicionada por todos: por ti, mamá; por Lucía; por esa familia que ahora cuchicheaba a mis espaldas. En el trabajo tampoco podía concentrarme. Mi jefe, don Antonio, me llamó a su despacho.

—Marta, llevas días distraída. ¿Te pasa algo?

Mentí. Dije que era el cansancio. Pero lo cierto es que no podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos veía tu letra en ese papel, tu firma temblorosa al final del documento.

Una tarde, decidí ir al notario para pedir explicaciones. El hombre me miró por encima de las gafas.

—Su madre vino sola hace seis meses. Parecía muy decidida. No quiso añadir ninguna cláusula especial ni dejar cartas para sus hijas.

Salí de allí con más preguntas que respuestas. ¿Por qué seis meses antes de morir? ¿Por qué ese secretismo?

Lucía intentó acercarse varias veces.

—Marta, no quiero que esto nos separe. Mamá te quería mucho, lo sabes.

Pero yo no podía escucharla sin sentir una punzada de celos y resentimiento.

Los días pasaron y la casa se fue vaciando poco a poco: los muebles vendidos, la ropa donada, las fotos guardadas en cajas. Un día encontré una carta tuya escondida entre las páginas del libro de Almudena Grandes:

«Querida Marta: Si alguna vez lees esto, quiero que sepas que siempre fuiste mi fuerza. Sé que eres capaz de todo lo que te propongas. A Lucía le ha costado más encontrar su camino y necesita un empujón. No es una cuestión de amor, sino de confianza en ti. Perdóname si te hago daño sin querer. Mamá.»

Leí la carta una y otra vez, llorando como una niña pequeña. Por primera vez entendí que tu decisión no era un castigo, sino una forma torpe de protegernos a las dos. Pero el dolor seguía ahí, agazapado como un animal herido.

Esa noche llamé a Lucía.

—¿Puedes venir?— le pedí con voz temblorosa.

Llegó enseguida y nos abrazamos en silencio. Por primera vez desde tu muerte hablamos de ti sin reproches ni lágrimas amargas. Compartimos recuerdos, risas y hasta alguna anécdota vergonzosa.

Pero el perdón no llega tan fácil. Todavía me despierto algunas noches pensando en ese testamento y en todo lo que pudo ser diferente si hubieras confiado en mí para entender tus motivos.

Ahora miro tu foto en la estantería y me pregunto: ¿Se puede perdonar algo así del todo? ¿O el amor de una madre justifica cualquier herida?