El Último Invierno de Don Manuel

—No pienso irme de esta casa, Lucía. Aquí he vivido cincuenta años y aquí quiero morirme.

Las palabras de Don Manuel, mi padrastro, retumbaron en el salón como un portazo. Afuera llovía con rabia sobre los tejados de León, y dentro la tensión era tan densa que apenas podía respirar. Me quedé de pie, con el abrigo aún puesto, las llaves temblando en mi mano. Tenía miedo de mirarle a los ojos y ver ese brillo de orgullo herido que tanto conocía.

—Papá, no puedes seguir así. Te has caído dos veces este mes. La última vez no pudiste levantarte hasta que vino la vecina. ¿Y si no llega nadie?

Él apretó los labios y se encogió en su butaca, como si el sillón pudiera protegerle de la realidad. La televisión murmuraba de fondo, pero ninguno de los dos escuchaba nada. Yo sentía el peso de la culpa y la responsabilidad aplastándome el pecho.

Mi madre murió hace seis años. Desde entonces, Don Manuel y yo hemos sido una extraña pareja: él, un hombre hecho a sí mismo, antiguo ferroviario, acostumbrado a mandar; yo, una hija postiza que nunca supo si era querida o tolerada. Pero ahora solo quedábamos nosotros dos, y el tiempo se nos escapaba entre los dedos.

—No quiero acabar en una residencia como un mueble viejo —gruñó—. ¿Tú sabes lo que es eso? ¿Has visto cómo tratan a la gente allí?

Me arrodillé a su lado y le tomé la mano. Estaba fría y temblorosa.

—No todos los sitios son iguales, papá. Hay residencias buenas, con gente amable. Podrías hacer amigos, estar cuidado…

Me interrumpió con un bufido.

—¿Amigos? ¿A mi edad? Los amigos se me han ido muriendo uno tras otro. Y tú… tú tienes tu vida en Madrid. No puedes venir cada semana a cuidarme.

Sentí cómo me ardían los ojos. Tenía razón. Mi trabajo, mi marido, mis hijos… todo estaba lejos. Pero él era mi familia también.

—No quiero perderte —susurré—. No quiero recibir una llamada diciendo que te has caído y nadie te ha encontrado en días.

El silencio se hizo espeso. Afuera la lluvia golpeaba más fuerte. Recordé cuando era niña y Don Manuel me llevaba al parque los domingos; cómo me enseñó a montar en bici, cómo me curaba las rodillas peladas sin una palabra dulce pero con manos firmes.

—¿Sabes lo que más miedo me da? —dijo de pronto, con voz ronca—. Que me olvidéis allí. Que os olvidéis de mí.

Me rompí por dentro. Me senté en el suelo, apoyando la cabeza en su rodilla como cuando tenía diez años.

—Nunca te voy a olvidar —le prometí—. Pero necesito saber que estás seguro.

Pasaron minutos sin hablar. Solo el tic-tac del reloj y la lluvia llenaban el aire.

Esa noche dormí en casa de Don Manuel. Escuché sus pasos arrastrados por el pasillo, el crujir de la cama vieja, su tos seca en la madrugada. Al amanecer preparé café y tostadas como hacía mi madre.

—¿Te acuerdas cuando íbamos al pueblo en verano? —le pregunté mientras desayunábamos—. Siempre decías que allí eras feliz porque todos se conocían.

Sonrió apenas.

—Eso era vida de verdad… No esto.

—Quizá podríamos buscar una residencia cerca del pueblo —sugerí—. Así podrías ver a tus amigos de antes, pasear por donde te gusta…

Me miró largo rato. Vi en sus ojos el miedo y la tristeza, pero también una chispa de esperanza.

—¿Vendrías a verme? —preguntó bajito.

—Cada semana —le aseguré—. Y los niños también vendrán.

Suspiró hondo y asintió despacio.

Los días siguientes fueron un torbellino: visitas a residencias, llamadas a mis hermanos (que solo aparecían para discutir herencias), discusiones sobre dinero y cuidados. Don Manuel se cerraba en banda cada vez que veía una habitación demasiado blanca o escuchaba el llanto de otro anciano perdido en sus recuerdos.

Una tarde, mientras paseábamos por el jardín de una residencia pequeña cerca del pueblo, se detuvo junto a un banco y se sentó agotado.

—No es mi casa —dijo—. Pero al menos aquí huele a hierba y no a lejía.

Le sonreí con lágrimas en los ojos.

El día que se mudó lloré más que él. Le ayudé a colocar sus fotos, su radio antigua, los libros de trenes que coleccionaba desde joven. Los primeros días fueron duros: me llamaba cada noche diciendo que quería volver a casa; yo le escuchaba en silencio, tragando mi propia soledad.

Pero poco a poco fue encontrando su sitio: charlaba con otros residentes sobre fútbol y política, jugaba al dominó con una señora llamada Carmen que le hacía reír como hacía años que no le veía reírse.

Un domingo llevé a mis hijos y jugamos todos juntos al parchís bajo el sol tibio del otoño leonés. Don Manuel me miró y me dijo:

—Gracias por no rendirte conmigo.

Ahora le visito cada semana. A veces hablamos mucho; otras veces solo compartimos el silencio mirando las montañas a lo lejos. Sé que nunca dejará de añorar su casa, pero también sé que está seguro y acompañado.

A veces me pregunto si hice lo correcto o si le arranqué lo último que le quedaba de libertad. ¿Es posible cuidar sin herir? ¿Cómo aprendemos a dejar ir sin sentirnos culpables?