El Último Invierno en la Calle Mayor
—¿Así que ya está decidido? ¿Sin consultarme siquiera? —grité, con la voz rota, mientras el eco de mis palabras rebotaba en las paredes desnudas del salón. Mi hermano Luis, apoyado en el marco de la puerta, evitaba mirarme a los ojos. La casa de la Calle Mayor, la que fue nuestro refugio durante décadas, olía a humedad y despedida.
—Marta, no podíamos esperar más. Mamá no puede vivir sola y tú sabes que yo no puedo llevármela a mi piso. —Su tono era seco, casi defensivo.
Me temblaban las manos. Miré a mi madre, sentada en su sillón, con la mirada perdida entre las cajas. Sus dedos jugaban nerviosos con el borde de una manta tejida por mi abuela. ¿Cuántas veces habíamos hablado de esto? ¿Cuántas veces habíamos evitado la conversación por miedo a rompernos?
La decisión de vender la casa no fue fácil, pero tampoco fue mía. Luis se encargó de todo mientras yo trabajaba en Madrid, atrapada entre reuniones y trenes de cercanías. Cuando me llamó para decirme que ya estaba hecho, sentí que una parte de mí se desmoronaba.
—¿Y ahora qué? —pregunté, intentando mantener la calma—. ¿La llevamos a una residencia? ¿Eso es lo que quieres?
Luis suspiró, cansado. —No hay otra opción. No tenemos tiempo ni recursos para cuidarla en casa. Tú tienes tu vida en Madrid y yo apenas llego a fin de mes aquí en Zaragoza.
Miré a mi madre. Ella no decía nada, pero sus ojos brillaban con una tristeza antigua, como si supiera que su mundo se estaba desvaneciendo ante sus ojos. Recordé las tardes de verano en el patio, los olores a cocido y a ropa limpia, las risas y los enfados. Todo eso iba a desaparecer con la venta de la casa.
Esa noche dormí en mi antigua habitación, rodeada de cajas y fantasmas. Escuché a mi madre llorar bajito, creyendo que nadie la oía. Me levanté y fui a su lado.
—Mamá, ¿quieres hablar?
Ella negó con la cabeza, pero me agarró la mano con fuerza. —No quiero ser una carga para vosotros —susurró.
—No lo eres —mentí, porque en el fondo todos sabíamos que sí lo era. No por falta de amor, sino por falta de tiempo, de espacio, de fuerzas.
Al día siguiente fuimos a visitar una residencia en las afueras del pueblo. El director, don Fernando, nos recibió con una sonrisa profesional.
—Aquí tratamos a todos como si fueran de nuestra familia —dijo mientras nos mostraba las habitaciones impolutas y los jardines cuidados.
Mi madre apenas habló durante la visita. Al salir, me miró con una mezcla de resignación y súplica.
—¿No hay otra manera?
Luis me miró como si esperara que yo tuviera una solución mágica. Pero no la tenía. Mi piso en Madrid era pequeño y mi trabajo absorbente; el suyo en Zaragoza igual o peor.
Esa noche discutimos hasta tarde. Los reproches salieron como cuchillos:
—Tú nunca estás —me acusó Luis—. Siempre tienes algo más importante que hacer.
—¿Y tú? ¿Por qué no puedes buscar un trabajo mejor? —le respondí sin pensar.
El silencio cayó como una losa. Sabíamos que nos estábamos hiriendo porque no sabíamos cómo curar el dolor de ver a nuestra madre marchitarse.
Pasaron los días y la fecha del traslado se acercaba. Mi madre empezó a hablar menos y a comer peor. Una tarde me senté con ella en el banco del parque frente a la casa.
—¿Recuerdas cuando papá plantó ese almendro? —me preguntó de repente.
Asentí, tragando lágrimas. —Sí, mamá. Lo plantó para ti cuando cumpliste cuarenta años.
Ella sonrió débilmente. —Todo cambia, hija. Pero duele dejar atrás lo que uno ha amado tanto tiempo.
El día del traslado fue gris y frío. Luis y yo apenas nos dirigimos la palabra mientras recogíamos las últimas cosas. Mi madre se despidió del almendro acariciando su tronco rugoso.
En la residencia todo era limpio y ordenado, pero olía a desarraigo. Dejamos a mamá instalada en su nueva habitación, rodeada de fotos familiares y su manta tejida.
Al salir, Luis rompió el silencio:
—¿Crees que hemos hecho lo correcto?
No supe qué responderle. Caminamos juntos hasta el coche sin mirarnos.
Las semanas siguientes fueron un vaivén de visitas rápidas y llamadas telefónicas llenas de silencios incómodos. Mi madre se fue apagando poco a poco; su voz se volvió lejana, como si ya no perteneciera del todo a este mundo.
Un domingo por la tarde recibí una llamada del director de la residencia:
—Señora Marta, su madre ha tenido una recaída. Será mejor que venga cuanto antes.
Corrí al hospital con el corazón encogido. Luis ya estaba allí, sentado junto a la cama de mamá. Ella nos miró con ternura y tristeza.
—No os peleéis por mí —susurró—. Lo único que quiero es veros juntos.
Lloramos los tres abrazados, como cuando éramos niños asustados por una tormenta.
Mi madre falleció esa noche, tranquila, rodeada de sus hijos.
Hoy vuelvo a pasar por la Calle Mayor y miro el almendro desde lejos. Me pregunto si podríamos haber hecho algo diferente; si el amor basta cuando las circunstancias te superan; si alguna vez podré perdonarme por haber elegido lo más fácil para nosotros y no lo mejor para ella.
¿Vosotros qué habríais hecho? ¿Es posible conciliar nuestras vidas con el deber hacia quienes nos dieron todo? Espero vuestras respuestas porque aún no encuentro paz.