El umbral de la confianza: Cuando la vecindad se convierte en invasión

—¿Otra vez Carmen? —susurré, apretando los dientes mientras veía su silueta a través de la mirilla. Eran las siete y media de la mañana, y ya estaba llamando al timbre. Mi marido, Luis, resopló desde la cocina, removiendo el café con desgana.

—No le abras, Lucía. Hoy no —me dijo, pero yo ya estaba girando el pomo, incapaz de soportar la culpa que me carcomía si la dejaba allí, esperando.

Carmen entró como si la casa fuera suya, con ese perfume dulzón que impregnaba el aire y su voz chillona inundando el pasillo.

—¡Ay, Lucía! ¿Tienes un poco de leche? Se me ha acabado y mi nieto viene a desayunar —dijo, sin mirarme a los ojos, dirigiéndose directamente a la nevera.

Al principio, todo parecía inocente. Un poco de azúcar, una barra de pan, un paquete de arroz. Pero pronto empezó a pedirme mucho más: que le recogiera los paquetes del cartero, que le cuidara al nieto porque su hija tenía turno doble en el hospital, que le acompañara al médico porque «no se fiaba del transporte público». Yo accedía, porque siempre he sido así: incapaz de decir que no.

Pero Luis empezó a hartarse. Una noche, mientras cenábamos tortilla y ensalada, me miró con esa mezcla de cansancio y preocupación que últimamente era habitual en él.

—Lucía, esto no puede seguir así. Carmen se está aprovechando de ti. De nosotros. ¿No ves que cada día es algo más?

Yo bajé la mirada al plato. Sabía que tenía razón, pero ¿cómo ponerle límites a alguien que parece necesitarte tanto? ¿No era eso lo que hacían los buenos vecinos?

La gota que colmó el vaso llegó un sábado por la tarde. Estábamos viendo una película con nuestros hijos, Marta y Sergio, cuando Carmen apareció sin avisar. Ni siquiera llamó al timbre: entró directamente porque yo, ingenua, le había dado una copia de la llave «por si acaso alguna vez pasaba algo».

—¡Lucía! ¿Me ayudas a mover un armario? —gritó desde el recibidor.

Luis se levantó de un salto.

—¡Ya está bien! —exclamó—. Carmen, esto no puede ser. Estamos en familia. No puedes entrar así.

Carmen se quedó petrificada. Por primera vez vi en sus ojos algo parecido al miedo o quizá al desconcierto. Se disculpó atropelladamente y salió casi corriendo.

Esa noche no dormí. Me sentía culpable por haberle dado confianza y por haber permitido que todo llegara tan lejos. Pero también sentía rabia: ¿por qué yo tenía que cargar con el peso de sus problemas? ¿Por qué nadie pensaba en los míos?

Al día siguiente, Carmen no apareció. Ni al otro. El silencio en el rellano era extraño, casi incómodo. Marta me preguntó si había pasado algo malo con la vecina.

—No lo sé, hija —le respondí—. A veces ayudar demasiado también puede hacer daño.

Pasaron las semanas y Carmen empezó a evitarnos. Ya no saludaba en el ascensor ni dejaba notas en el buzón pidiendo favores. Yo sentía alivio, pero también una punzada de tristeza. Había perdido algo: la ilusión de una amistad sincera entre vecinas.

Un día, mientras bajaba la basura, me crucé con su hija, Pilar.

—Mi madre está muy sola desde que murió mi padre —me confesó con voz baja—. A veces no sabe cómo pedir ayuda sin agobiar a los demás.

Me quedé helada. ¿Había sido demasiado dura? ¿O simplemente había puesto límites necesarios para proteger mi familia?

Esa noche hablé con Luis.

—¿Y si he sido yo la egoísta? —le pregunté.

Él me abrazó.

—No eres egoísta por cuidar de los tuyos. Pero tampoco lo eres por sentir compasión por Carmen. Quizá solo necesitaba alguien que le dijera hasta dónde podía llegar.

Desde entonces, cada vez que veo a Carmen en el portal le sonrío y le ofrezco un saludo cordial. No hemos vuelto a compartir café ni confidencias, pero tampoco hay rencor. Solo una distancia prudente y necesaria.

A veces me pregunto: ¿Dónde está el límite entre ayudar y dejarse invadir? ¿Cómo aprendemos a decir «no» sin sentirnos malas personas? ¿Vosotros también habéis sentido alguna vez que vuestra bondad ha sido utilizada?