El verano que rompió mi vida: una historia de divorcio y segundas oportunidades
—¿De verdad vas a dejar que tu madre decida por nosotros otra vez, Lucía? —escupí las palabras, temblando de rabia, mientras el olor a crema solar y pescado frito se mezclaba con el sudor frío en mi frente.
Lucía no me miró. Seguía doblando las toallas en la terraza del apartamento alquilado en Chipiona, fingiendo que no escuchaba. Su madre, Carmen, estaba dentro, criticando por teléfono a la vecina del quinto y gritando cada dos por tres: “¡Lucía, hija, tráeme el abanico! ¡Y dile a tu marido que cierre la puerta, que entra toda la arena!”
Ese verano fue el punto de inflexión. El calor era insoportable, pero más aún la tensión que se respiraba entre esas paredes de alquiler. Yo había aceptado pasar quince días con mi suegra para demostrarle a Lucía que podía ser flexible, que estaba dispuesto a integrarme en su familia. Pero cada día era una prueba de resistencia.
Mi primer matrimonio había sido un desastre. Me casé joven con Marta, una chica de mi barrio en Sevilla. Nos separamos tras años de discusiones y silencios. Cuando conocí a Lucía, pensé que era mi segunda oportunidad. Ella también venía de un fracaso y juntos creímos que podríamos reconstruirnos. Pero nunca imaginé que el precio sería tan alto.
La convivencia con Carmen era como vivir con una inspectora militar. Todo tenía que hacerse a su manera: los horarios de las comidas, la sombrilla en la playa, incluso cómo colgar los bañadores mojados. Lucía se transformaba en su presencia; se volvía sumisa, nerviosa, apenas me dirigía la palabra si su madre estaba cerca.
Una noche, después de cenar sardinas asadas en el balcón, Carmen empezó a hablar de mi trabajo. “¿Y tú, Álvaro, no crees que deberías buscar algo más estable? Eso de ser autónomo es muy bonito hasta que llegan las vacas flacas.”
Lucía no me defendió. Bajó la cabeza y murmuró: “Bueno, mamá tiene razón…”. Sentí cómo se me encogía el pecho. No era la primera vez que me sentía solo en esa relación, pero sí fue la primera vez que pensé seriamente en marcharme.
Al día siguiente, mientras caminábamos por la orilla, intenté hablar con Lucía:
—No puedo más con esto. Siento que no tengo sitio ni voz en esta familia.
Ella se detuvo y me miró con los ojos llenos de lágrimas contenidas:
—No puedo elegir entre vosotros dos…
—No te pido que elijas —le respondí—. Solo quiero sentirme apoyado alguna vez.
Pero nada cambió. Los días siguientes fueron una sucesión de pequeñas humillaciones: Carmen criticando mi forma de conducir, Lucía justificando cada comentario hiriente, yo tragando orgullo hasta casi ahogarme.
La gota que colmó el vaso llegó una tarde en la playa. Carmen se puso a gritar porque olvidé llevarle su silla especial. “¡Siempre igual! ¡Nunca piensas en los demás!” La gente nos miraba; sentí una vergüenza tan profunda que quise desaparecer bajo la arena.
Esa noche dormí en el sofá. Escuché a Lucía llorar en silencio en el dormitorio. Yo también lloré, pero no por ella ni por Carmen: lloré por mí mismo, por haberme perdido intentando agradar a todos menos a mí.
Al volver a Sevilla, lo supe con claridad. No podía seguir así. Presenté la demanda de divorcio sin avisar a Lucía. Cuando recibió la notificación, vino a buscarme al trabajo:
—¿De verdad vas a tirar todo por la borda por unas vacaciones malas?
—No es solo eso —le dije—. Es todo lo que llevamos arrastrando desde hace años. No puedo vivir siendo un invitado en mi propia vida.
Mis padres me apoyaron poco; nunca les gustó Lucía, pero tampoco querían otro divorcio en la familia. Mi hermana Inés fue la única que me abrazó sin juzgarme:
—A veces hay que romperse para poder empezar de nuevo —me susurró.
El proceso fue largo y doloroso. Carmen llamó a toda la familia para ponerlos en mi contra; Lucía intentó convencerme de reconsiderar, prometió cambiar… Pero ya era tarde. Había aprendido por fin a escucharme.
Hoy vivo solo en un piso pequeño cerca del Parque María Luisa. Echo de menos algunas cosas: los paseos al atardecer con Lucía, las risas tontas viendo concursos en la tele… Pero no echo de menos esa sensación de asfixia ni el miedo constante a decepcionar.
A veces me pregunto si realmente estamos condenados a repetir nuestros errores o si algún día aprenderemos a elegirnos a nosotros mismos antes que al qué dirán. ¿Cuántos de vosotros habéis sentido alguna vez que vivís más para otros que para vosotros mismos? ¿Vale la pena sacrificar nuestra felicidad por no romper una familia?