El vestido rojo y las heridas invisibles
—¿Así piensas salir, Mariana? —La voz de mi mamá retumbó en la terraza, justo cuando yo apenas había dado dos pasos fuera de mi cuarto. El olor a carne asada y tortillas recién hechas flotaba en el aire, pero el ambiente se cortó como si alguien hubiera apagado la música de golpe.
Me detuve en seco. Sentí las miradas de todos: mi papá sirviendo cervezas, mis tíos riendo, mis primos jugando fútbol en el jardín. Y ahí estaba yo, con mi vestido rojo, corto y ajustado, sintiendo cómo el calor del sol se mezclaba con el ardor en mis mejillas.
—¿No tienes otro vestido más… decente? —intervino mi hermana mayor, Valeria, cruzando los brazos y lanzándome una mirada que mezclaba lástima y desprecio. Su esposo, Julián, ni siquiera levantó la vista del celular.
—¿Decente para quién? —respondí, tratando de que mi voz no temblara. Pero ya era tarde: todos habían dejado de hablar. Incluso los niños dejaron de patear el balón.
Mi mamá se acercó y me tomó del brazo. —Mariana, por favor. Aquí está toda la familia. No es momento para llamar la atención con esas fachas.
Sentí cómo se me apretaba el pecho. Tenía 21 años y aún así, frente a todos, me sentía como una niña regañada por ensuciarse la ropa. Pero esta vez no iba a bajar la cabeza tan fácil.
—¿Por qué siempre soy yo la que tiene que cambiar? —pregunté, mirando a Valeria. Ella se encogió de hombros.
—No es por ti, es por respeto a los demás —dijo ella, pero su tono era más duro que comprensivo.
Mi papá intentó mediar: —Ya déjenla, está bonita. Pero mi mamá lo fulminó con la mirada.
—No se trata de belleza, se trata de dignidad —sentenció ella.
Las palabras me dolieron más que cualquier bofetada. Dignidad. Como si mostrar mis piernas fuera una falta grave, como si mi cuerpo fuera motivo de vergüenza o peligro.
Me fui al baño con el corazón hecho un nudo. Cerré la puerta y me miré al espejo. ¿De verdad estaba mal? ¿Era yo la culpable de que los demás se sintieran incómodos? Recordé todas las veces que mi mamá le decía a Valeria que no usara pantalones rotos o blusas sin mangas cuando era adolescente. Recordé cómo Valeria terminó cediendo siempre, cómo aprendió a vestirse para no molestar a nadie.
Pero yo no quería ser así. No quería vivir escondiéndome por miedo al qué dirán.
Escuché golpes suaves en la puerta. Era mi prima Sofía, dos años menor que yo.
—¿Estás bien? —preguntó en voz baja.
—No sé —le respondí—. Siento que nunca voy a ser suficiente para ellas.
Sofía suspiró. —Mi mamá también me regaña por lo que me pongo. Pero tú te ves increíble, Mariana. No tienes por qué avergonzarte.
Su apoyo me dio fuerzas para salir del baño. Caminé directo hacia la mesa donde estaban mi mamá y Valeria sirviendo ensalada como si nada hubiera pasado.
—No pienso cambiarme —dije firme—. Y no voy a dejar que me hagan sentir mal por cómo me visto.
Mi mamá soltó un bufido. —Haz lo que quieras, pero luego no te quejes si la gente habla.
Valeria bajó la mirada. Por un momento creí ver tristeza en sus ojos, como si quisiera decirme algo pero no pudiera.
La comida siguió, pero el ambiente estaba tenso. Sentía las miradas de mis tías cuchicheando y los comentarios disfrazados de bromas:
—¡Ay, Mariana! Si yo tuviera tus piernas también las enseñaría —decía una tía entre risas forzadas.
Pero lo peor fue cuando Julián, el esposo de Valeria, se acercó a servirse más carne y me miró de arriba abajo sin disimulo. Sentí asco y rabia. ¿Por qué nadie le decía nada a él? ¿Por qué siempre era yo la señalada?
Después del postre, Valeria me buscó en la cocina mientras lavaba los platos.
—Perdón si te hice sentir mal —me dijo en voz baja—. Es que… mamá siempre fue así conmigo también. Yo solo… no quiero problemas.
La miré y vi a la niña que fue alguna vez: insegura, temerosa de romper las reglas familiares. Sentí compasión y tristeza por las dos.
—No deberíamos tener miedo de ser nosotras mismas —le respondí—. No es justo que tengamos que escondernos o sentir culpa por existir.
Valeria asintió con lágrimas en los ojos. —Ojalá tuviera tu valor.
Esa noche, después de que todos se fueron, mi mamá entró a mi cuarto sin tocar.
—¿Por qué tienes que desafiarme siempre? —me preguntó cansada—. Solo quiero protegerte del mundo.
Me acerqué y le tomé la mano.
—El mundo no va a cambiar si seguimos escondiéndonos, mamá. Yo quiero ser libre de ser quien soy, aunque eso signifique incomodar a otros.
Ella no dijo nada más. Solo me abrazó fuerte, como cuando era niña y tenía miedo de las tormentas.
Me quedé despierta mucho tiempo pensando en todas las mujeres de mi familia: abuelas, tías, primas… Todas cargando con miedos heredados y reglas no escritas sobre cómo debíamos comportarnos para ser «respetables» ante los ojos de los demás.
¿Hasta cuándo vamos a seguir permitiendo que nos avergüencen por nuestros cuerpos? ¿Cuándo aprenderemos a amarnos sin pedir permiso?
Quizá hoy di un pequeño paso para romper ese ciclo. Pero sé que todavía queda mucho camino por recorrer.