En los silencios de la casa: El eco de una abuela rota

—¿Por qué lo has hecho, Sergio? ¿Por qué ahora? —Mi voz temblaba mientras sostenía el teléfono con fuerza, como si pudiera retenerlo a través del cable.

Del otro lado, solo silencio. Un silencio que pesaba más que cualquier palabra. Mi hijo, mi pequeño, el mismo que de niño me pedía que le leyera cuentos antes de dormir, ahora era un desconocido. Había abandonado a Lucía y a los niños por una aventura fugaz con una compañera del trabajo. En nuestro barrio de Salamanca, esto era un escándalo que se susurraba en las panaderías y se comentaba en las terrazas.

Recuerdo la primera vez que vi a Lucía después de todo. Tenía los ojos hinchados y la voz rota. Me abrió la puerta sin decir palabra, y yo, torpe, solo pude abrazarla. Los niños, Marta y Pablo, se escondían tras sus piernas, mirándome como si yo también fuera culpable de la ausencia de su padre.

—No sé qué hacer, Carmen —me confesó Lucía una tarde mientras tomábamos café en su cocina—. No puedo dormir, no puedo comer… Los niños preguntan por él todos los días. ¿Cómo se les explica algo así?

No supe qué responderle. Yo misma me hacía esa pregunta cada noche, tumbada en mi cama vacía, escuchando el eco de los relojes y el crujir de la madera vieja. ¿Cómo se explica que alguien a quien amas pueda romperlo todo en un instante?

Intenté llenar el vacío con actividades: clases de cerámica en el centro cultural, paseos por el Retiro, incluso acepté una cita a ciegas que me organizó mi amiga Pilar. Pero nada funcionaba. Mi corazón seguía anclado a mi familia rota.

Las Navidades fueron especialmente duras. Sergio no llamó. Ni una felicitación, ni un mensaje. Marta lloró al ver los regalos bajo el árbol y preguntó si su padre vendría a cenar. Pablo se encerró en sí mismo, dibujando monstruos en lugar de paisajes.

Una tarde de enero, mientras recogía a los niños del colegio, escuché a otras madres murmurar:

—¿Has visto? Ahí va la madre del que se largó con la joven esa…

Sentí cómo la vergüenza me quemaba las mejillas. Pero apreté los dientes y caminé erguida. No iba a permitir que la vergüenza me robara también a mis nietos.

Con Lucía la relación era tensa. A veces discutíamos por tonterías: si Pablo debía ir a fútbol o a pintura, si Marta podía dormir en mi casa un sábado. Pero ambas sabíamos que era el dolor hablando por nosotras.

Una noche, después de una discusión especialmente amarga, Lucía me miró con lágrimas en los ojos:

—Carmen, yo no soy suficiente para ellos. No sé cómo seguir adelante.

Me acerqué y le tomé las manos:

—No estás sola. Yo tampoco sé cómo hacerlo… pero lo intentamos juntas, ¿vale?

Poco a poco, fuimos reconstruyendo una rutina: meriendas en mi casa los miércoles, tardes de parque los domingos. Marta empezó a confiarme sus secretos: que le gustaba un niño de su clase, que tenía miedo a la oscuridad. Pablo me pidió ayuda para hacer una maqueta del sistema solar.

Pero cada pequeño avance era una batalla ganada al dolor. A veces soñaba con Sergio llamando a la puerta, arrepentido, pidiendo perdón. Otras noches lo odiaba por habernos dejado así.

Un día recibí una carta suya desde Valencia. Decía que estaba arrepentido pero que no podía volver; que necesitaba tiempo para encontrarse a sí mismo. Rompí la carta entre sollozos y luego recogí los pedazos para guardarlos en una caja junto con las fotos antiguas.

La vida siguió. Lucía encontró trabajo en una librería y empezó a sonreír de nuevo. Los niños crecían deprisa; Marta ya casi era una adolescente y Pablo aprendió a tocar la guitarra.

Pero yo seguía sintiendo ese hueco en el pecho cada vez que veía una familia completa en el parque o escuchaba risas paternas en el supermercado.

A veces me pregunto si alguna vez podré perdonar del todo a Sergio. Si podré dejar de sentirme responsable por sus errores. Si algún día mis nietos dejarán de buscar a su padre en cada hombre alto que pasa por la calle.

¿Es posible reconstruir una familia cuando uno de sus pilares ha desaparecido? ¿O solo aprendemos a vivir entre las ruinas?