En nombre del amor: La calle sin regreso
—¿Disculpa, sabes dónde queda la calle Libertad? Llevo media hora dando vueltas y nadie parece conocerla.
La voz era suave, pero el tono denotaba desesperación. Me detuve bajo el toldo de la panadería, empapada hasta los huesos por la tormenta que azotaba San Miguel de Tucumán esa tarde. Frente a mí, un chico de mirada intensa y una mochila negra colgada al hombro me observaba con una mezcla de esperanza y cansancio.
—¿La calle Libertad? —repetí, arqueando una ceja—. ¿Seguro que existe? Aquí las calles cambian de nombre cada vez que cambia el intendente.
Él sonrió, pero en sus ojos vi algo más: miedo. O tal vez era sólo mi imaginación, porque desde que papá se fue, veo fantasmas en todos lados.
—Me llamo Julián —dijo, extendiendo la mano—. ¿Y tú?
—Ana —respondí, dudando antes de aceptar el saludo—. Pero todos me dicen Anita.
Quise seguir mi camino, pero algo en su voz me detuvo.
—¿Puedo acompañarte? No conozco a nadie aquí. Vine buscando a mi madre…
La palabra madre me golpeó como un puñetazo en el estómago. Desde que mamá murió, esa palabra era un eco vacío en mi casa. Asentí en silencio y comenzamos a caminar bajo la lluvia, compartiendo el paraguas que él sacó de su mochila.
—¿Por qué buscas la calle Libertad? —pregunté, intentando sonar casual.
Julián bajó la mirada.
—Mi mamá me dejó cuando tenía cinco años. Mi abuela me crió en Salta. Hace dos semanas recibí una carta… decía que estaba aquí, que quería verme antes de morir.
Me quedé sin palabras. ¿Qué podía decirle? Que yo también había perdido a mi madre, pero no por abandono sino por el cáncer. Que mi padre se había ido con otra mujer y ahora vivía en Buenos Aires, mandando dinero pero nunca llamando. Que mi hermano menor lloraba cada noche preguntando cuándo volvería mamá.
—¿Y si no la encuentras? —pregunté finalmente.
Julián apretó los labios.
—No sé. Pero tenía que intentarlo. ¿Tú tienes familia aquí?
Me reí, amarga.
—Tengo un hermano de ocho años y una abuela que ya no recuerda mi nombre. Mi papá… bueno, mejor ni hablar.
Llegamos a la esquina donde la calle se bifurcaba en dos caminos sin nombre. Julián miró el papel arrugado que llevaba en el bolsillo.
—Dice “Libertad 1234”. Pero aquí sólo hay números hasta el 800.
De repente, sentí una punzada de compasión. Saqué mi celular y marqué el número de mi tía Marta, la única que parecía conocer cada rincón del barrio.
—Tía, ¿existe la calle Libertad? —pregunté cuando atendió.
—¿Libertad? Eso era antes… Ahora se llama calle Eva Perón, después del último cambio del municipio. Decile al chico que busque el número 1234 ahí.
Colgué y le expliqué a Julián. Sus ojos se iluminaron con una chispa de esperanza.
—¿Me acompañas? —preguntó, casi suplicando.
No sé por qué acepté. Tal vez porque necesitaba sentirme útil para alguien. Tal vez porque su historia era demasiado parecida a la mía.
Caminamos en silencio hasta la casa indicada. Era una vivienda humilde, con las paredes descascaradas y un jardín invadido por maleza. Julián tocó la puerta con manos temblorosas.
Una mujer mayor abrió lentamente. Sus ojos se agrandaron al ver a Julián.
—¿Mamá? —susurró él.
La mujer lo miró largo rato antes de responder:
—No puede ser… Juliáncito…
Se abrazaron entre lágrimas y sollozos. Yo me aparté discretamente, sintiendo que invadía un momento sagrado. Pero antes de irme, Julián me tomó la mano.
—Gracias, Anita. Sin vos no lo habría logrado.
Me fui caminando bajo la lluvia, sin paraguas esta vez. Sentía una mezcla extraña de alegría y tristeza. Al llegar a casa, encontré a mi hermano llorando porque papá no había llamado otra vez. Lo abracé fuerte y le prometí que todo estaría bien, aunque ni yo misma lo creía.
Esa noche no pude dormir. Pensaba en Julián y su madre, en los secretos que separan a las familias, en las heridas que nunca terminan de cerrar. Al día siguiente recibí un mensaje suyo:
“Mi mamá está muy enferma. No sé si podré perdonarla por haberme dejado… pero quiero intentarlo.”
Le respondí: “A veces el perdón es más para uno mismo que para el otro.”
Pasaron los días y Julián comenzó a visitarme seguido. Nos hicimos amigos, luego algo más. Pero su madre empeoraba cada día y él vivía dividido entre el hospital y mi casa. Una tarde, mientras tomábamos mate en la plaza, me confesó:
—No sé si podré quedarme aquí cuando ella muera. Todo esto me duele demasiado.
Lo miré a los ojos y sentí miedo de perderlo también.
—Yo tampoco sé si puedo seguir sola —le dije—. Pero si te vas, prométeme que no será para siempre.
Él asintió en silencio.
El día que su madre murió, Julián desapareció sin despedirse. Me dejó una carta bajo la puerta:
“Gracias por enseñarme a no tener miedo de buscar lo que duele. Volveré cuando aprenda a perdonar.”
Han pasado tres años desde entonces. Sigo viviendo en la misma casa con mi hermano y mi abuela, luchando cada día para salir adelante. A veces pienso en Julián y me pregunto si realmente podemos sanar las heridas del pasado o si sólo aprendemos a vivir con ellas.
¿Ustedes qué piensan? ¿Vale la pena buscar respuestas aunque duelan? ¿O es mejor dejar los fantasmas donde están?