Entre cuatro paredes: ¿Qué significa ser una buena abuela?
—¿Otra vez vas a cancelar la cena con tus amigas, Carmen? —me preguntó mi hermana Lucía por teléfono, su voz cargada de esa mezcla de reproche y compasión que sólo las hermanas saben usar.
Miré el reloj. Eran las siete y media de la tarde y, como cada viernes desde hace meses, estaba a punto de llamar a mis amigas para decirles que no podía ir. Otra vez. Porque Daniel, mi hijo, necesitaba que cuidara a la niña mientras él y María iban a ver un piso nuevo. Porque María, mi nuera, no quería dejar a la pequeña con su madre, que vive en Vallecas y siempre llega tarde. Porque, en el fondo, nadie más parecía disponible salvo yo.
—No lo entiendes, Lucía —le respondí, conteniendo las lágrimas—. Si no lo hago yo, ¿quién lo va a hacer? Daniel está agotado y María… bueno, María no confía en nadie más.
Colgué y me quedé mirando el móvil. En la pantalla, la foto de mi nieta Alba sonreía con esos ojos enormes que había heredado de Daniel. Me senté en el sofá del pequeño salón de mi piso en Carabanchel y sentí cómo el peso de la soledad me aplastaba el pecho.
Todo empezó hace dos años, cuando Daniel se casó con María. Ella era una chica simpática, lista, pero siempre tuve la sensación de que me miraba como si yo fuera una intrusa en su vida. Al principio pensé que era normal: las suegras nunca caemos bien del todo. Pero cuando decidieron mudarse al piso de los padres de María, un tercero sin ascensor en Lavapiés, supe que las cosas iban a complicarse.
El piso era pequeño, apenas setenta metros cuadrados para seis personas: Daniel, María, la niña, los padres de ella y su hermano pequeño. Yo iba cada vez que podía para ayudar con Alba o llevar comida. Pero cada vez que entraba por esa puerta sentía que sobraba.
—Carmen, ¿puedes dejar los tuppers en la cocina? —me decía la madre de María sin mirarme—. Ya nos apañamos nosotras.
María apenas me hablaba. Daniel estaba siempre cansado, trabajando horas extra en el hospital. Y yo… yo sólo quería ver a mi nieta crecer.
Un día, después de una discusión absurda sobre si Alba debía comer puré o trozos, María explotó:
—Mamá, ¿por qué no puedes respetar cómo queremos criar a nuestra hija? —me gritó delante de todos—. No hace falta que vengas cada día.
Me fui llorando por las escaleras. Esa noche no dormí. Me pregunté si realmente estaba ayudando o sólo estorbando. Pero al día siguiente Daniel me llamó:
—Mamá, lo siento por lo de ayer. María está muy estresada… ¿Puedes venir mañana a recoger a Alba? Tenemos cita para ver otro piso.
Y así fue pasando el tiempo. Yo cancelaba planes, dejaba de lado mis clases de pintura y mis paseos por El Retiro para estar disponible para ellos. Mis amigas empezaron a dejar de llamarme. Lucía me decía que tenía que pensar más en mí misma:
—Carmen, no puedes vivir sólo para ellos. Tienes derecho a tu vida.
Pero ¿cómo iba a decirle que no a Daniel? ¿Cómo iba a dejar sola a Alba?
Una tarde de domingo, mientras paseaba con Alba por el parque del barrio, me encontré con Pilar, una antigua compañera del colegio. Me preguntó cómo estaba y le conté todo entre lágrimas contenidas.
—Carmen —me dijo—, ser buena abuela no significa sacrificarte hasta desaparecer. Tus hijos tienen que aprender a vivir sin ti pegada todo el día.
Esa noche llegué a casa y me miré al espejo. Vi a una mujer cansada, con ojeras y el pelo encanecido antes de tiempo. Recordé los veranos en Benidorm con mis padres, cuando mi madre se reía con sus amigas y nunca dejaba de ser ella misma por mucho que nos quisiera.
Al día siguiente decidí hablar con Daniel.
—Hijo —le dije mientras tomábamos café en una cafetería cerca del hospital—, necesito contarte algo. Me siento agotada. Siento que ya no tengo vida propia. Quiero seguir siendo vuestra madre y la abuela de Alba, pero también quiero volver a ser Carmen.
Daniel bajó la mirada.
—Mamá… No sabía que te sentías así. María y yo estamos tan agobiados que no pensamos en cómo te afecta todo esto.
—Lo sé —le respondí—. Pero necesito poner límites. No puedo cancelar todos mis planes cada vez que lo necesitáis. Quiero ayudaros, pero también quiero vivir.
Daniel asintió en silencio. Me abrazó fuerte y sentí cómo se le escapaba un suspiro de alivio.
Esa semana volví a mis clases de pintura y quedé con mis amigas para cenar tapas en La Latina. Cuando Daniel o María me llamaban para pedirme ayuda, les decía cuándo podía y cuándo no. Al principio noté cierta distancia en María, pero poco a poco empezó a respetar mis tiempos.
Un sábado por la tarde recibí un mensaje de Daniel: “Mamá, gracias por todo lo que haces por nosotros. Alba te echa de menos. ¿Te apetece venir mañana al parque?”
Fui al parque con ellos y vi cómo Alba corría hacia mí gritando “¡abuela!”. Sentí una felicidad inmensa, pero también una paz interior nueva: podía ser una buena abuela sin dejar de ser yo misma.
Ahora me pregunto: ¿De verdad hay que renunciar a todo para ser una buena abuela? ¿O es posible querer sin perderse? ¿Vosotros qué pensáis?