Entre Dos Familias: El Precio de la Lealtad

—¿Otra vez hablando con Carmen? —La voz de Álvaro retumba en el pasillo, cortando el silencio de la noche como un cuchillo afilado.

Me sobresalto, el móvil aún caliente en mi mano. La pantalla muestra el último mensaje: “Gracias por escucharme, hija”. Hija. Aunque ya no lo sea oficialmente, Carmen sigue llamándome así. Y yo, incapaz de cortar ese lazo, sigo respondiendo.

—Solo estaba preguntándole cómo se encontraba —respondo, intentando que mi voz no tiemble.

Álvaro se apoya en el marco de la puerta, los brazos cruzados y la mirada dura. —¿No te das cuenta de que eso no está bien? Es tu exsuegra, Lucía. Ya no tienes nada que ver con esa familia.

Me muerdo el labio. ¿Cómo explicarle que Carmen fue mi refugio cuando mi propio mundo se desmoronaba? Que cuando mis padres murieron en aquel accidente absurdo en la carretera de Toledo, fue ella quien me abrazó y me enseñó a seguir adelante. Que incluso después del divorcio con Sergio, su hijo, nunca dejó de preocuparse por mí.

Pero Álvaro no entiende. O no quiere entender. Para él, todo lo que huela a mi vida anterior es una amenaza.

—No es tan sencillo —susurro, bajando la mirada.

Él suspira, cansado. —¿Y yo? ¿Dónde quedo yo en todo esto? ¿Por qué tienes que seguir atada al pasado?

No tengo respuesta. O quizá sí, pero no quiero decirla en voz alta. Porque sé que, en el fondo, tengo miedo de perder a Carmen también. De quedarme sola otra vez.

Las semanas pasan y la tensión se instala en casa como un huésped indeseado. Las cenas son silenciosas; las miradas, esquivas. Incluso nuestra hija pequeña, Marta, lo nota y pregunta por qué papá está siempre enfadado.

Una tarde de domingo, mientras doblo la ropa en el salón, recibo una llamada inesperada. Es Carmen. Su voz suena débil, casi apagada.

—Lucía… ¿puedes venir? No me encuentro bien.

Sin pensarlo dos veces, cojo las llaves y salgo corriendo. Álvaro me ve desde la ventana y niega con la cabeza, pero no dice nada. Cuando llego al piso de Carmen en Vallecas, la encuentro sentada en el sofá, pálida y temblorosa.

—No quería molestarte… —balbucea— pero no sabía a quién llamar.

Le tomo la mano y siento su piel fría. Llamo a una ambulancia y me quedo con ella hasta que llegan los sanitarios. En el hospital me dicen que ha sido una bajada de tensión fuerte, pero que estará bien.

Esa noche vuelvo a casa agotada. Álvaro me espera en la cocina, los ojos rojos de tanto pensar o quizá de rabia contenida.

—¿Ves lo que pasa? —me espeta— Te metes tanto en sus problemas que te olvidas de los nuestros.

—No es eso… —intento explicarme— Solo necesitaba ayuda. No tiene a nadie más.

Él golpea la mesa con el puño. —¡Pues que llame a su hijo! ¡A Sergio! ¡Tú ya no eres parte de esa familia!

Las palabras me duelen más de lo que esperaba. Porque sé que tiene razón… y a la vez no la tiene. ¿Acaso se puede dejar de querer a alguien solo porque los papeles digan que ya no eres familia?

Esa noche duermo en el sofá. Marta se despierta llorando y viene a buscarme. Me abraza fuerte y susurra:

—Mamá, ¿por qué estás triste?

No sé qué contestar. ¿Cómo explicarle a una niña de seis años que a veces los adultos nos rompemos por dentro?

Al día siguiente decido hablar con Sergio. Le llamo después de años sin apenas contacto.

—Hola, Lucía… —su voz suena sorprendida— ¿Todo bien?

Le cuento lo de su madre y le pido que esté más pendiente de ella. Sergio asiente, agradecido pero incómodo.

—Gracias por avisarme… Sé que mamá te quiere mucho. Pero Álvaro tiene razón: deberías pensar más en tu familia ahora.

Cuelgo sintiéndome traidora y leal al mismo tiempo. ¿Cómo puede ser?

Esa tarde, cuando Álvaro llega del trabajo, le espero sentada en el sofá.

—Tenemos que hablar —le digo sin rodeos.

Él se sienta frente a mí, los ojos cansados pero atentos.

—No quiero perderte —empiezo— Pero tampoco puedo darle la espalda a Carmen. No después de todo lo que hizo por mí.

Álvaro guarda silencio un momento antes de responder:

—¿Y si fuera al revés? ¿Si yo siguiera hablando con mi exsuegra? ¿Te parecería bien?

Me quedo callada. Sé que no sería fácil para mí tampoco. Pero cada historia es diferente…

—Quizá deberíamos aprender a aceptar que las personas importantes no desaparecen solo porque cambian los papeles —digo al fin.

Él suspira y asiente lentamente.

—No quiero ser un obstáculo para ti… Pero necesito sentirme tu prioridad.

Nos abrazamos, los dos llorando en silencio por todo lo que hemos callado durante semanas.

Desde entonces intento equilibrar mejor las cosas: sigo hablando con Carmen, pero también dedico más tiempo a mi familia actual. No es fácil; cada día es una cuerda floja sobre el abismo del pasado y el presente.

A veces me pregunto si hago lo correcto o si solo estoy retrasando lo inevitable: tener que elegir entre dos amores imposibles de conciliar.

¿Vosotros qué haríais? ¿Se puede ser leal a dos familias sin traicionar a ninguna?