Entre dos fuegos: El precio de elegir

—¡No quiero volver a ver a tus padres en esta casa! —La voz de Luis retumbó en el salón, tan fuerte que hasta los cuadros parecieron temblar. Mi madre, sentada en el sofá con las manos apretadas sobre el regazo, bajó la mirada. Mi padre, siempre tan orgulloso, apretó los labios y se levantó despacio, como si le pesaran los años y las palabras no dichas.

Yo estaba en medio, literalmente. Entre Luis y mis padres. Entre dos mundos que hasta ese momento creía compatibles. Seis años de matrimonio, seis años creyendo que la paz era posible, que el amor podía con todo. Pero esa noche, todo se rompió.

—Por favor, Luis, no hables así —susurré, pero mi voz apenas era un hilo de aire.

—¡No! ¡Estoy harto! —Luis me miró con una mezcla de rabia y dolor—. Siempre metiéndose en nuestras cosas, opinando sobre cómo criamos a los niños, sobre nuestro dinero… ¡Ya basta!

Mi madre se levantó despacio. Me miró con esos ojos grandes y tristes que siempre me han hecho sentirme niña otra vez.

—Hija, mejor nos vamos —dijo. Su voz era suave, pero firme. Mi padre asintió en silencio.

Los acompañé hasta la puerta. Sentí el frío de la noche colarse por el pasillo. Mi madre me abrazó fuerte.

—Llámame cuando puedas —me susurró al oído.

Cerré la puerta y me apoyé contra ella. Sentí que el aire se me escapaba del pecho. Luis estaba en el salón, de espaldas, mirando por la ventana. No dijo nada más esa noche.

Desde entonces, mi casa ya no es mi casa. Es un campo de batalla silencioso. Mis padres no han vuelto a entrar. Mi madre me llama cada tarde, pero las conversaciones son cortas y llenas de silencios incómodos.

—¿Cómo están los niños? —pregunta siempre.

—Bien, mamá. Todo bien —miento.

Luis tampoco es el mismo. Está más callado, más distante. A veces lo encuentro mirando fotos antiguas de cuando éramos novios, como si buscara algo que se ha perdido.

Una tarde, mientras recogía los platos de la cena, mi hijo pequeño, Pablo, me preguntó:

—¿Por qué la abuela ya no viene?

Sentí un nudo en la garganta. No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle a un niño de cinco años que los adultos también se hacen daño?

Esa noche, intenté hablar con Luis.

—Luis, tenemos que arreglar esto. No puedo vivir así…

Él suspiró y se pasó la mano por el pelo.

—¿Arreglar qué? ¿Que tu madre me trate como si fuera un inútil? ¿Que tu padre me mire como si nunca fuera suficiente?

—Son mis padres…

—Y yo soy tu marido —me interrumpió—. ¿A quién eliges?

Me quedé helada. ¿A quién eliges? Como si el amor fuera una balanza y yo tuviera que poner a mi familia en un lado y a él en el otro.

Las semanas pasaron. En el grupo de WhatsApp familiar, las conversaciones se volvieron más frías. Mi hermana Carmen me preguntaba si iríamos todos juntos a comer el domingo como antes.

—No puedo —le respondí—. Luis no quiere.

Ella no contestó más.

En el trabajo tampoco podía concentrarme. Mis compañeras notaron que algo iba mal.

—¿Estás bien, Lucía? —me preguntó Marta una mañana en la cafetería.

—No lo sé —le respondí sinceramente—. Siento que estoy perdiendo a todos.

Un viernes por la tarde, mi padre me llamó. Su voz sonaba cansada.

—Hija, tu madre está triste. No entiende qué ha pasado…

Yo tampoco lo entendía del todo. ¿En qué momento dejamos de ser una familia? ¿Cuándo se rompió todo?

Esa noche soñé con mi infancia: los veranos en la playa de Cádiz, las cenas familiares en casa de mis abuelos, las risas… Me desperté llorando.

Intenté hablar con Luis otra vez.

—Luis, necesito ver a mis padres. Los niños también…

Él me miró largo rato antes de responder:

—Haz lo que quieras, pero aquí no entran más.

Me sentí sola como nunca antes. Ni siquiera podía compartir mi dolor con nadie: si hablaba con mi familia, sentía que traicionaba a Luis; si hablaba con Luis, sentía que traicionaba a mis padres.

Un sábado por la mañana llevé a los niños al parque y quedé con mi madre en secreto. Nos abrazamos largo rato sin decir nada. Ella me acarició el pelo como cuando era pequeña.

—No tienes que elegir —me dijo—. Pero tampoco puedes vivir así para siempre.

Volví a casa con el corazón dividido. Luis notó algo raro pero no dijo nada. Esa noche dormimos espalda contra espalda.

Ahora escribo esto sentada en la cocina mientras los niños duermen y Luis ve la tele en silencio. No sé qué hacer ni cómo salir de este laberinto sin herir a nadie más de lo que ya he herido.

¿De verdad hay que elegir entre la familia y el amor? ¿O es posible reconstruir lo que se ha roto? ¿Alguien más ha sentido este dolor de estar entre dos fuegos?