Entre dos fuegos: El precio de ser nuera en la casa de los Ramírez

—¿Otra vez arroz, Mariana? ¿No sabes hacer otra cosa? —La voz de doña Carmen retumbó en la cocina, cortando el aire como un cuchillo. Me quedé quieta, con la cuchara de madera en la mano, sintiendo cómo el calor del fogón se mezclaba con el ardor en mis mejillas.

No era la primera vez que me lo decía. Ni sería la última. Desde que me casé con Andrés y me mudé a la casa de los Ramírez, en un barrio popular de Medellín, mi vida se resumía en una coreografía de silencios, miradas de reojo y palabras que dolían más que cualquier golpe. Tenía 27 años y un sueño sencillo: formar una familia donde el amor fuera más fuerte que el juicio. Pero aquí, entre estas paredes, yo era la extraña.

—Mamá, déjala tranquila —intervino Andrés, mi esposo, desde la sala—. Mariana trabaja todo el día y aun así cocina para todos.

Doña Carmen bufó y se secó las manos en el delantal. —Eso no es excusa. Cuando yo tenía su edad ya tenía tres hijos y todo estaba impecable. No sé qué les enseñan ahora a las muchachas.

Tragué saliva y seguí revolviendo el arroz, aunque ya estaba listo. Pensé en mi propia madre, allá en Bello, que siempre me decía: “No te dejes pisotear, hija. Tu dignidad vale más que cualquier plato bien servido.” Pero aquí, cada día sentía que me encogía un poco más.

La casa era grande pero se sentía pequeña. Vivíamos todos juntos: doña Carmen, don Ernesto —que apenas hablaba—, Andrés y yo. La promesa era ahorrar para tener nuestro propio apartamento, pero los sueldos no alcanzaban y los precios subían cada mes. Así que compartíamos techo, mesa y las tensiones que nunca se disipaban.

El tema central era siempre el mismo: yo no era suficiente. No cocinaba como ella, no limpiaba como ella, no cuidaba a Andrés como ella quería. A veces me preguntaba si alguna vez lo lograría.

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a doña Carmen hablando por teléfono con su hermana:

—Esta muchacha no sirve para nada. Andrés se va a cansar de ella. Yo le dije que buscara una mujer de familia, no una cualquiera…

Sentí un nudo en la garganta. ¿Eso pensaba de mí? ¿Una cualquiera? Me apoyé en el lavaplatos y respiré hondo. No podía llorar ahí; no le daría ese gusto.

Esa noche, cuando Andrés llegó a la habitación, lo enfrenté:

—¿Tú crees que tu mamá tiene razón? ¿Que no sirvo para esto?

Él me miró con cansancio y tristeza.

—No digas eso, Mari. Tú eres lo mejor que me ha pasado. Pero… ya sabes cómo es mi mamá. No va a cambiar.

—¿Y yo? ¿Tengo que aguantar todo esto para siempre?

No respondió. Se acostó dándome la espalda. Sentí que una parte de mí se rompía.

Los días pasaban entre rutinas y pequeñas guerras. Si llegaba tarde del trabajo, doña Carmen me recibía con reproches:

—Las mujeres decentes llegan temprano a su casa. ¿Dónde estabas?

Si salía con amigas:

—¿Y quién va a atender a tu marido? Así empiezan los problemas.

A veces Andrés me defendía; otras veces solo guardaba silencio. Yo empecé a dudar de mí misma. ¿Y si tenía razón? ¿Y si no era suficiente?

Una tarde lluviosa de domingo, mientras limpiaba la sala, encontré una caja vieja llena de fotos familiares. Había imágenes de Andrés pequeño, de doña Carmen joven, sonriendo con una felicidad que nunca le vi en persona. Me detuve en una foto donde ella abrazaba a su suegra; ambas reían.

Cuando entró a la sala y me vio con la caja, frunció el ceño.

—¿Qué haces con eso?

—Solo miraba las fotos —respondí tímida.

Se sentó frente a mí y suspiró.

—Mi suegra tampoco me quería —dijo de pronto—. Decía que yo era muy flaca, que no sabía cocinar fríjoles…

La miré sorprendida. Por primera vez vi a doña Carmen como una mujer herida, no solo como mi enemiga.

—¿Y cómo lo soportaste?

Se encogió de hombros.

—Uno aprende a callar y a aguantar. Así es la vida.

Me quedé pensando en sus palabras toda la noche. ¿Era ese mi destino? ¿Callar y aguantar?

Al día siguiente decidí hacer algo diferente. Preparé arepas como las hacía mi mamá y las serví en la mesa sin decir nada. Cuando doña Carmen probó una, levantó las cejas.

—¿Quién te enseñó esto?

—Mi mamá —dije con voz firme.

No dijo nada más, pero esa noche no hubo reproches.

Poco a poco empecé a poner límites. Si me criticaba por algo mínimo, le respondía con respeto pero sin dejarme pisotear:

—Entiendo que usted tiene su manera de hacer las cosas, pero yo también tengo la mía.

Andrés empezó a notarlo.

—Te admiro, Mari —me dijo una noche—. No sé cómo lo logras.

Pero no todo mejoró. Un día llegué temprano del trabajo y encontré a doña Carmen llorando en la cocina. Me acerqué sin saber qué hacer.

—¿Está bien?

Me miró con los ojos rojos.

—Me siento sola —susurró—. Desde que murió mi mamá nadie me escucha…

Me senté a su lado y le tomé la mano. Por primera vez sentí compasión por ella. Tal vez su dureza era solo miedo disfrazado.

Las cosas cambiaron lentamente. No nos hicimos amigas, pero aprendimos a convivir sin hacernos daño. Andrés y yo seguimos ahorrando para nuestro apartamento; cada peso era una esperanza nueva.

Hoy escribo esto desde nuestra sala pequeña pero propia. A veces visito a doña Carmen; otras veces ella viene y trae buñuelos o empanadas para compartir. Ya no soy la extraña; soy parte de esta historia familiar llena de heridas y sanaciones lentas.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas entre dos fuegos? ¿Cuándo aprenderemos a romper el ciclo del juicio y el dolor?