Entre dos generaciones: el silencio de mi hija
—Mamá, no quiero que cuides de Martín. No así.
La voz de Lucía temblaba, pero sus ojos no se apartaban de los míos. Sentí cómo se me encogía el pecho, como si alguien me apretara el corazón con una mano invisible. Era una tarde de domingo, la luz entraba por la ventana del salón y el aroma del cocido aún flotaba en el aire. Martín jugaba en el suelo con los bloques de colores, ajeno a la tensión que llenaba la habitación.
—¿No así? —pregunté, intentando que mi voz no sonara tan herida como me sentía—. ¿Qué quieres decir?
Lucía suspiró y se pasó la mano por el pelo, un gesto que siempre hacía cuando estaba nerviosa. —Mamá, tienes ideas muy… anticuadas. No quiero que le digas a Martín que los niños no lloran, o que tiene que comerse todo aunque no tenga hambre. No quiero que le pongas dibujos en la tele para que se calle o que le digas que los hombres no hacen ciertas cosas.
Me quedé callada. Sentí una punzada de rabia, pero sobre todo de tristeza. ¿Anticuada? ¿Yo? ¿Por querer lo mejor para mi nieto? Recordé a mi propia madre, cómo me ayudaba cuando Lucía era pequeña. Me enseñó a bañar a un bebé, a calmarle cuando lloraba, a preparar purés y a tener paciencia. Siempre pensé que haría lo mismo por mis hijos y sus hijos.
—Lucía, yo solo quiero ayudar —susurré—. No quiero hacer daño a nadie.
Ella se acercó y me tomó la mano. —Lo sé, mamá. Pero las cosas han cambiado. Ahora educamos diferente. No quiero que Martín crezca con las mismas ideas con las que crecimos nosotros.
Me mordí el labio para no llorar. ¿Tan mal lo había hecho? ¿Tan equivocada estaba? Miré a Martín, tan pequeño, tan inocente. ¿Qué daño podía hacerle yo?
Esa noche apenas dormí. Daba vueltas en la cama, repasando cada palabra, cada gesto. Recordé cuando Lucía era niña y se caía en el parque; yo le decía que no llorara, que fuera valiente. ¿Eso estaba mal? Recordé cuando le enseñé a cocinar, cuando le contaba cuentos antes de dormir. ¿De verdad había sido una mala madre?
Al día siguiente llamé a mi hermana Carmen. Siempre ha sido mi confidente.
—No puedo creerlo —le dije entre lágrimas—. Me ha dicho que no quiere que cuide de su hijo porque soy anticuada.
Carmen suspiró al otro lado del teléfono. —Los tiempos cambian, Ana. A mí también me lo han dicho mis hijos alguna vez. Ahora todo es diferente: la crianza respetuosa, la alimentación ecológica, las pantallas… Nosotras solo intentamos ayudar.
—Pero yo solo quiero estar cerca de ellos —dije—. Sentirme útil.
—Lo eres, hermana —me respondió—. Aunque no te lo digan.
Pasaron los días y Lucía apenas me llamaba. Yo iba al mercado, cocinaba para dos (mi marido falleció hace cinco años), paseaba por el barrio y veía a otras abuelas recogiendo a sus nietos del colegio. Sentía una punzada de envidia y soledad cada vez que veía esas escenas.
Un viernes por la tarde decidí ir al parque donde solía llevar a Lucía de pequeña. Me senté en un banco y observé a las madres jóvenes con sus hijos: algunas hablaban por el móvil mientras los niños jugaban, otras les daban meriendas ecológicas en tuppers de colores. Vi a una abuela intentando ponerle el abrigo a su nieta mientras la niña pataleaba y gritaba «¡No quiero!» La abuela suspiró resignada y se sentó junto a mí.
—A veces siento que ya no sirvo para nada —me confesó sin mirarme—. Mi hija dice que soy demasiado blanda con la niña.
Le sonreí con tristeza. —La mía dice que soy demasiado dura.
Ambas reímos, pero era una risa amarga.
Esa noche Lucía me llamó.
—Mamá, ¿puedes venir mañana? Tengo una reunión importante y no tengo con quién dejar a Martín.
Mi corazón dio un vuelco.
—Claro, hija —respondí sin dudarlo—. Estaré allí temprano.
Al día siguiente llegué con nervios y un bizcocho recién hecho. Lucía me recibió en la puerta con una sonrisa cansada.
—Gracias por venir, mamá —me dijo—. Solo… por favor, recuerda lo que hablamos.
Asentí y entré en casa. Martín corrió hacia mí y me abrazó las piernas.
—¡Abuela! ¿Jugamos?
Durante toda la mañana intenté seguir las indicaciones de Lucía: no obligué a Martín a comer más de lo que quiso, le dejé llorar cuando se cayó (aunque me costó horrores no decirle «no llores»), y le propuse leer un cuento en vez de ponerle dibujos animados.
Cuando Lucía volvió por la tarde, encontró a Martín dormido en mi regazo mientras yo le acariciaba el pelo.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó en voz baja.
—Bien —respondí—. He intentado hacerlo como tú quieres.
Lucía se sentó a mi lado y me abrazó por los hombros.
—Gracias, mamá. Sé que no es fácil cambiar después de toda una vida.
Sentí las lágrimas asomando de nuevo, pero esta vez eran de alivio.
Esa noche, al volver a casa, pensé mucho en todo lo ocurrido. ¿De verdad es tan difícil encontrar un punto medio entre lo antiguo y lo moderno? ¿Por qué duele tanto sentir que ya no eres imprescindible para tus hijos?
¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez que ya no tenéis sitio en vuestra propia familia? ¿Es posible reconciliar dos formas de ver la vida sin perderse uno mismo por el camino?