Entre Dos Hogares: Carta de una Hija Perdida
—¿Por qué lo has hecho, mamá? —Mi voz temblaba, apenas un susurro, mientras sostenía la carta notarial con las manos sudorosas. El salón olía a café frío y a las flores marchitas que mi madre se empeñaba en mantener vivas en el jarrón de la mesa.
Ella no levantó la vista del crucigrama. —No es asunto tuyo, Lucía. Las cosas son como son.
Sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies. Desde que papá murió, hace ya seis años, he sido yo quien ha estado aquí, en este piso de Lavapiés, cuidando de ella, renunciando a mi trabajo en Valencia, a mis amigos, a mi vida. Mi hermana Marta se fue a Barcelona y apenas llama. Mi tía Carmen, la favorita de mamá desde siempre, vive en Salamanca y solo aparece en las fiestas.
Pero ahora, todo lo que papá dejó —el piso, los ahorros, incluso la casita en el pueblo— pasaría a manos de Carmen. Yo, que he sacrificado tanto, me quedaba sin nada. ¿Cómo podía ser tan injusto?
—¿No te das cuenta de lo que esto significa para mí? —insistí, la voz quebrada.
Mamá dejó el bolígrafo y me miró por fin. Sus ojos grises estaban cansados, pero duros como el granito. —No quiero discutir más. Carmen sabrá qué hacer con todo eso. Tú tienes tu vida.
Mi vida… ¿Cuál vida? Si cada día era igual: levantarme temprano para prepararle el desayuno, acompañarla al médico, hacer la compra, limpiar la casa. Había noches en las que lloraba en silencio en mi habitación, preguntándome si algún día podría volver a ser yo misma y no solo «la hija que cuida».
Esa noche llamé a Marta. —¿Tú sabías algo de esto?
—No —respondió ella, seca—. Pero tampoco me sorprende. Ya sabes cómo es mamá. Siempre ha preferido a Carmen.
—¿Y qué hago ahora? —pregunté, sintiéndome más sola que nunca.
Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono. —No lo sé, Lucía. Pero tienes derecho a estar enfadada.
Colgué y me senté en la cocina, mirando las baldosas azules que papá había puesto con sus propias manos. Recordé su risa, su manera de decirme que algún día todo sería mío y de Marta, que la familia era lo más importante.
Al día siguiente fui a ver a tía Carmen. Me recibió con su sonrisa habitual y dos besos sonoros.
—¡Lucía! Qué sorpresa verte por aquí. ¿Todo bien con tu madre?
—He venido porque quiero entender —dije sin rodeos—. ¿Por qué aceptaste la herencia? Sabes que yo estoy aquí cuidando de ella.
Carmen suspiró y me ofreció un café. —Tu madre me lo pidió. Dice que tú necesitas libertad para vivir tu vida y que yo sabré gestionar las cosas del pueblo mejor que nadie.
—¿Y tú? ¿No te parece injusto?
Me miró con una mezcla de pena y resignación. —La vida nunca es justa del todo, Lucía. Pero si quieres hablarlo entre las tres…
Salí de su casa más confundida aún. ¿Era esto lo que mamá pensaba de mí? ¿Que cuidar de ella era una carga que debía soltar? ¿O simplemente nunca fui suficiente para merecer su confianza?
Los días siguientes fueron un infierno de silencios y miradas esquivas en casa. Mamá apenas hablaba conmigo; yo evitaba quedarme mucho tiempo en la misma habitación. Una tarde, mientras le preparaba la merienda, exploté:
—¿Alguna vez te has parado a pensar en lo que yo quiero? ¿En lo que he dejado atrás por ti?
Ella dejó la taza sobre la mesa con un golpe seco. —No te pedí que te quedaras.
Esa frase me atravesó como un cuchillo. No te pedí que te quedaras…
Me encerré en mi cuarto y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Pensé en irme, dejarla sola como ella decía querer. Pero algo dentro de mí no podía hacerlo; el sentido del deber o quizá el amor mal entendido me ataban a ese piso lleno de recuerdos y reproches.
Una noche soñé con papá. Me decía: «No vivas para los demás si eso significa perderte a ti misma». Me desperté con el corazón acelerado y una decisión temblorosa: tenía que hablar con mamá una vez más.
A la mañana siguiente me senté frente a ella en el salón.
—Mamá, necesito entenderte. No quiero pelear más. Solo quiero saber por qué has hecho esto.
Ella me miró largo rato antes de hablar.
—Lucía… Cuando tu padre murió pensé que no podría seguir adelante sola. Tú te quedaste conmigo y te lo agradezco, pero no quiero que tu vida se quede aquí estancada por mi culpa. Carmen puede encargarse del pueblo y del dinero; tú mereces ser libre.
—¿Libre o sola? Porque ahora me siento más sola que nunca.
Sus ojos se llenaron de lágrimas por primera vez en años.
—Perdóname si te he hecho daño. Solo quería protegerte… a mi manera.
Nos abrazamos entre sollozos contenidos y promesas rotas. No sé si podré perdonarla del todo ni si algún día dejaré de sentirme traicionada. Pero al menos ahora sé que no estoy sola en mi dolor.
A veces me pregunto: ¿cuánto estamos dispuestos a sacrificar por la familia? ¿Y cuándo es el momento de pensar en nosotros mismos? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?